Ha llegado el
otoño. Quién lo diría contemplando desde mi ventana el bosque aún huérfano de sus ocres y pajizos colores. Quién, viendo
las imágenes, de un telediario cualquiera (otra vez cada cual allá con sus
filiaciones), de playas a medio aforo ,
heterodoxo melting pot compuesto a
partes iguales por turistas rezagados, desocupados desesperanzados sin otra obligación
que pasar no ya los lunes sino toda la semana al sol (y que dure esta bonanza)
y abuelitos achacosos quejumbrosos de
unas pensiones que hijos y nietos habrán de envidiar.
Ha llegado el
otoño. Y no sólo a El Corte Inglés. Me asomo al balcón a contemplar el vuelo de
las últimas golondrinas, con esa inquietud (¿propia de la edad?) por saber cuándo
llegará el frío. “No se lo comerán los lobos” _ hablando del frío_ solía soltar mi abuelo cuando aún no había oído
yo (nosotros, todos) hablar de Cambio Climático: los casquetes, aunque polares, seguían siendo imaginarios, tal era la gélida indiferencia
que mostraban ellas hacia los de mi sexo (V de varón, a secas, rezaba entonces mi DNI); y los días, como
éstos, eran extrañamente cálidos.
Ha llegado el
otoño. Aún no se arremolinan, para amontonarse al cabo, las hojas caducas ni se acumula mi cabello en
los desagües. Aún no peino canas, pero ya me arrugo en más de una situación. Bodas y funerales, bautizos y divorcios,
empiezan a ir a la par. Aún dicen que soy joven: le han hecho un lifting a la
expresión y así, de la misma manera que crece la esperanza de vida y se surca
mi frente con los recuerdos de otros otoños, menguan las mías en la vida.
Ha llegado el
otoño. Así, como el q no quiere la cosa (y no, no la quieres). Alguien te dice entonces: “Te has engordado” o
“Te veo cambiado” o “Deberías empezar a cuidarte”. Lo hace con una extraña entonación a medio
camino entre la afirmación y la interrogación q recuerda a ese primer silbido
del viento q presagia un cambio de estación. Pero se trata de un cambio de
tren. Un tren q no espera _ni esperas_, y al q subes apesarado y remolón, y a pesar de
ello sin titubeos, vestido con tu traje gris de los domingos _pocos_ con el q aún te ves como uno de esos galanes
extemporáneos de alguna película en blanco y negro cuyo final (el destino, tú
destino; la película, tú película) no se intuye feliz.
Ha llegado el otoño.
El otoño, (todavía) dorado, en el firmamento del cual me reconforta aún el vuelo caprichoso de las últimas golondrinas q garabatean el
aire como las primeras arrugas la firmeza de mi piel. Y con él (al tiempo q vislumbro el otoñal horizonte
de mi frente_ tan cerca y tan lejos_ en
el reflejo de la balconera tras la q se recortan ante mí infinitos macizos
montañosos), siento menguar, como lo hacen los días, los latidos de un corazón q no alberga otra emoción que la q le suscita nuestra próxima e ineludible cita
con el urólogo.
(Me) Ha llegado
el otoño.