Mis primeros recuerdos
relacionados con el cine se funden y entremezclan en mi marchita memoria. Me
gustaría poder asegurar q la primera vez q vi una película en un cine fue en el
desaparecido Fémina de Passeig de Gràcia. Me acompañaban mi madre y mi amigo, q
era también mi vecino –vivía en mi misma escalera, en el piso de abajo, en la Calle Alcalde de Móstoles- y mi
compañero de clase. Tendríamos seis o siete años. Una amistad q se perdió, como
la mayoría de mis recuerdos de aquellos años. Se trataría entonces de Fantasía
de los estudios Disney. No fue una experiencia grata: el largometraje me
resultó, en exceso, eso: largo. Aún hoy me resulta una película fastidiosamente
interminable y mis oídos cuarentones de madera carcomida siguen empecinados en
no dejarme disfrutar de la música clásica, por lo q sigo siendo el clásico
inadaptado al género.
De aquella tarde soleada,
seguramente otoñal, queda poco más q la sonrisa malintencionada, apesadumbrada,
burlona, decepcionada y lastimera q de tanto en tanto me dedicaba mi madre cada
vez q me debatía yo en mi butaca, a pesar de las sombras visiblemente aburrido
e incapaz de mantenerme quieto en la misma. En uno de mis espasmos de hastío
llegué a levantarme, quizás para colocarme bien mi ropa interior debajo del
pantalón –corto por más señas- allí donde la espalda pierde su nombre, y al
volver a sentarme no me percaté de q la butaca era plegable, por lo q me senté
poco elegantemente en el suelo perdiendo no sólo la escasa dignidad q pueda
tener un niño obligado a vestir calzones y calcetines hasta la rodilla sino
también mis palomitas, q volaron, poco gráciles, hasta aterrizar casi de
inmediato posándose sin decoro sobre todo aquel q estuviera lo bastante cerca.
Si La
consagración de la primavera ocultó lo aparatoso y ridículo de mi caída,
Stravinsky no resultó tan magnánimo con las sonoras risotadas de mis acompañantes.
Ni la oscuridad de la sala con la vergüenza sonrosada q afloraba en mis
mejillas.
En una galaxia lejana, muy lejana, cohabitan El pequeño lord y Annie.
Si de la de Lucas puedo decir q conservo partes íntegras de sus diálogos,
debido sin duda a q la he visto más veces q años han transcurrido desde su
estreno, de las otras no podría ni atreverme a esbozar, siquiera timidamente, su
argumento. Quizás sólo, con fingido convencimiento y quebrantable fe, acertaría
a decir q tanto Annie como el lord son huérfanos y q alguna de ellas, si no
ambas, son musicales. Tal vez fuimos al ABC, al Waldorf o al Fantasio, pero
siempre, siempre me acompañaba mi madre.
La cosa se tuerce cuando dejó de
hacerlo. Las experiencias se tornan más vívidas cuanto peor recuerdo se tiene
de las mismas. Sin duda antes de ello hay un sinfín de películas q han
caído, o están a punto de hacerlo, en el olvido (en mi particular olvido): películas
de animación como Peter Pan o la Dama y el
vagabundo, de aventuras como En busca del arca perdida o de difícil calificación como Quien
tiene un amigo tiene un tesoro.
Pero llega un momento en la vida de todo niño en q se tiene la certeza,
en mi caso errónea, de q ha dejado atrás esa niñez q tanto – y tanto tiempo- ha
de añorar después. Tal fue mi caso. Y así llegó el día en q, dejándome
arrastrar por mis primos (cuatro y siete años mayores), me encontré, por
fortuna asido –por primera vez ante la taquilla de un cine- de la mano de mi
progenitor, q era quién nos acompañaba en esta ocasión: una salida
exclusivamente para hombres; pidiendo tan educadamente como orgulloso cuatro
entradas de platea para Poltergeist a la taquillera del
Coliseum.
Aún hoy despierto a media noche
viendo como un árbol terrorífico hace añicos los cristales de esa habitación
del niño q aún soy, como sus ramas me asen de una pierna tratando de arrancarme
de mis arrugadas sábanas y como mis pavorosos gritos se ahogan formando un diminuto
reguero de saliva en mi almohada. Cuando despierto, espantado y sudoroso, aún
puedo sentir la confortable y protectora calidez de la mano de mi padre
sacándome del cine entre filas de butacas interminables mientras mis pies
apenas rozan la moqueta del pasillo. Luego un simpático mexicano vestido con
uniforme naranja, escoba en ristre, disipa todos mis miedos. ¡Bienvenidas sean
las multisalas! ¿O tal vez anduvimos la escasa distancia q nos separaba del
cercano Club Coliseum?
Las burlas y chanzas de mis
primos -de camino al parking a buscar el 131 Supermirafiori de mi padre, ellos
ufanos de su valor al sobrevivir a una casa encantada edificada sobre un viejo
cementerio indio (o algo así), yo soñando con labrarme un digno futuro como Don
Napo, protagonista de El barrendero, siempre dispuesto a
ayudar a sus congéneres en una urbe idílica (¡bendita inocencia¡) como,
pongamos por caso, Ciudad de México- mutilaron los recuerdos de mis aún
recientes miedos.
Con todo, cabe decir q, después
de aquel día, mis salidas al cine se hicieron más espaciadas y mucho más
selectivas: escogí tanto a mis acompañantes como la sala, y con mucho más
esmero y tacto la película en sí y sobre todo el género.
Al Coliseum volví años más tarde.
Me acompañaban otra vez mi primo (el q en Poltergeist -y todavía ahora- me
sacaba cuatro años) y su novia de entonces (q es su mujer ahora). Acudimos a
ver Flashdance.
La película me gustó casi más q Alejandra. Gracias a ella -a aquella chica
maliciosa q se sentó entre ambos en el cine y a la q ahora tildaría como mi
particular “prima de riesgo”- mis profesores consiguieron por fin q venciera mi
animadversión a los diccionarios. Salíamos comentando no recuerdo q escena –si
lo recuerdo o no es cosa mía- cuando ella me preguntó si durante la misma había
tenido una erección. No supe q contestarle. Ellos se rieron un buen rato sin q
yo comprendiera porqué hasta q se cansaron de mí y se entregaron a besarse apasionadamente mientras esperábamos el
autobús. Así q al llegar a casa busqué la palabreja en el diccionario.
Crecí menos de lo deseado y
esperado por mis padres pero bastante más deprisa de lo q me hubiera gustado a
mí. Pasaron muchos años, muchos más, antes de q volviera al cine a ver una película
de terror. Para entonces ya me hallaba felizmente casado, había cambiado de
ciudad, tenía mis buenos treinta años y unos sobrinos políticos q habían
quedado temporalmente a nuestro cargo. Tenían once y catorce años. Mi mujer y yo tuvimos la ocurrencia de
llevarlos una tarde al cine y, como no podía ser de otra manera, les dejamos
escoger película. Eligieron Los otros.
Mis muchos intentos por
disuadirlos fueron del todo en vano. Para cuando salimos de casa mi mujer ya
los había amenizado con todas las anécdotas q mis miedos vergonzantes habían
creado durante mi escasamente terrorífica –al menos cinéfilamente- existencia. Nos
dirigimos al cine paseando: era una apacible tarde de verano. Compré las
entradas y con la sala aún plenamente iluminada buscamos nuestras butacas. Durante
la larga y tensa espera (siempre he pecado de un exasperante exceso-por
defecto, en el sentido estricto- de puntualidad) traté de serenar mi creciente
nerviosismo tarareando algo q bien podría ser La primavera de Vivaldi y
parecerse en mis labios a la estridente La consagración de la primavera de
Stravinsky. En cualquier caso yo me encontraba alienado en una fantasía
fantasmagórica y aterradora q no hacía sino acrecentar mi desazón. Para cuando
se apagaron las luces y empezaron los trailers ya no pude contener las ganas de
dirigirme al lavabo.
Cuando me levanté no me pasó por
alto la burlona mueca q me dedicó mi mujer. Me disculpé para con mis vecinos
mientras trataba de no pisarlos de espaldas a la gran pantalla. Al empezar a
desandar el empinado pasillo de la platea hacia la salida me pareció q alguno
de mis sobrinos socarronamente soltó un “ese ya no vuelve”. Torcí a la derecha
por el amplio hall donde la mezcla del dulce y el salado de las diferentes
palomitas acabaron de revolverme el estómago. Subí unas escaleras y volví a
torcer a la derecha para, al fin, encontrarme en los excusados. Abrí un par de
puertas antes de encontrar una taza q se ajustara a mi concepto de salubridad.
Tuve q bajarme los pantalones y sentarme antes de poder cerrar la puerta, cosa
q hice con extrema brusquedad y sintiendo ya una gota de frío sudor q me
descendía por la espalda hasta la rabadilla y se colaba lentamente entre mis
nalgas. Me alivié tan repentinamente y con tanto estruendo como cerré la
puerta. Sólo entonces vi q el pomo de la misma yacía en el suelo en un leve
balanceo apenas perceptible. Se detuvo. Y quedó inmóvil. Y quedé inmóvil, con
los pantalones por los tobillos contemplando absurdamente aquella pieza
redondeada y cobriza. Me giré bruscamente sabedor de q no encontraría el
necesario y deseado papel. Me equivoqué. Sólo a medias: efectivamente, me
hallaba encerrado en aquel hediondo y diminuto retrete.
Transcurrió algo más de una hora
antes de q el acomodador entrara en el lavabo y oyera por fin mis gritos de
auxilio. Aún pasaron unos cuantos minutos más antes de q, ayudado por otros
empleados de la sala, consiguieran abrir la puerta y sacarme de allí. Acepté
sus disculpas pero no consentí en q me abonaran el precio de la entrada. Cuando
conseguí por fin librarme de todo el personal q se interesaba por mí y me
presentaba sus disculpas me encontré a media escalera enfrentado a las miradas
jocosas y recriminatorias a partes iguales de mi mujer y de sus sobrinos.
Aún hoy no he conseguido
convencerlos, ni a ellos ni a nadie q conozca mi aversión al cine de terror, de
q la rotura del pomo no fue un acto intencionado.
Tampoco he visto aún Los
otros.
A Marc Ambit.