Durante las postreras semanas sus
pensamientos habían constituido su principal, si no su única, tortura. No la
extenuante fatiga, ni la constante e infinita hambruna, ni siquiera el obsesivo
y exasperante deseo de supervivencia al q desesperado se aferrara desde q su
unidad entablara los primeros combates. Éstas habían de ser sus segundas
navidades lejos de casa.
En los últimos meses el frente lo
había acercado inexorable de vuelta a su pueblo, a su casa, a su hogar. A Blanca:
su amada esposa. A Pol: el hijo al q aún no conocía. A su madre Roser:
auténtico pal de paller de la familia.
Y a su hermano Antoni: travieso, juguetón y perennemente risueño.
Temblando de frío entre aquellas
mantas roídas infestadas de piojos y liendres – en el improvisado campamento q
constituían las ruinas del Mas d’en Curto, a escasamente doce kilómetros de su
pueblo- en todos ellos pensaba
abstrayéndose de su propio sufrimiento, venciendo el castañear de sus dientes
con una escasa y desdibujada sonrisa hasta q, sin ser plenamente consciente, su
mano se deslizó en el interior de su casaca para extraer del bolsillo el trozo
de tela blanca q desde hacía unos días guardaba celoso como un tesoro y q acunó
con ternura entre sus manos como si de su propio hijo se tratara.
Las respiraciones de sus
compañeros –algunos de ellos convertidos ya en
verdaderos amigos-, en aquella lúgubre y sombría estancia (un pequeño
salón, tal vez un rincón convertido en
biblioteca: imposible de determinar dado el ruinoso estado de
destrucción al q los estragos de la guerra lo habían reducido), denotaban un
profundo sueño.
Acompasando aquella salmodia de
bufidos se despojó de su escasa manta y se incorporó con sumo cuidado para
calzarse las botas en la oscuridad de la noche. Fuera, a través del desposeído
cristal del ventanuco, la luna creciente de diciembre apenas era un débil
espectro en un amenazante mar de tenebrosos nubarrones. Caminó casi a tientas
hasta ganar la puerta entreabierta y respirar el gélido aire q inundó sus
pulmones con el aroma a ceniza de las casi extintas fogatas cuyos tenues
rescoldos hacían bailar las incontables pilas fantasmagóricas formadas por los mauser –algunos aún calados con sus
respectivas bayonetas- erguidos cual estructura de tipi desprovista de pieles.
Pero no cogió el suyo y prefirió
una ramita de olivo rescatada de las pocas brasas q habría de servirle, llegado
el caso, para anudar aquel pequeño retal de tela blanca q constituía su más
preciada pertenencia y rendirse al enemigo.
-No soy un cobarde –balbució para
sus adentros- y aún menos un desertor.
Se alejó con fingida
despreocupación de los arruinados muros q a duras penas se sostenían aún y
entre los q, por unos días, había encontrado cierto cobijo como si tan sólo
saliera a aliviarse y se encontró con inusitada facilidad en el linde del
bosque q rodeaba la masía. Allí se detuvo vacilante: quería volver la vista
atrás, asegurarse de q nadie lo hubiera visto; pero se sentía atenazado por una
fuerza desconocida q lo inmovilizaba impidiéndole el menor gesto, negándole
toda voluntad. Fue la voz de Jaume el valenciano la q venció su inmovilidad.
-¿A dónde coño vas? ¿Qué cojones
haces?
Cuando se volvió con ingente
esfuerzo, disimulando un incipiente temblor,
hacia el lugar de donde provenía la voz del centinela, con la absoluta
certeza de q no sería capaz de articular palabra alguna, y sus espantados ojos
enfrentaron los de su compañero, descubrió atónito q el miedo también se había
instalado en la mirada del otro.
-No,-dijo de nuevo antes de q ni siquiera pudiera pensar
algo mínimamente convincente- no quiero saberlo. Suerte.
-Y feliz navidad –añadió aún al tiempo q volvió sobre sus
pasos alejándose, prosiguiendo su ronda hasta q lo engulló la noche.
Sólo entonces, recuperado el
vigor y el aplomo, se adentró en la oscuridad tenebrosa de aquel bosque q
conocía tan bien como la palma de su mano –aquella con la q su madre, siendo él
niño, recorría con la punta de su índice suavemente, siguiendo la línea de la
vida, augurándole una larga, próspera y feliz-, o como las escasas calles de su
pueblo por las q tantas veces había correteado persiguiendo un aro de metal
cuesta abajo o destrozando zapatos pateando una improvisada pelota de trapo-, o
como los rincones de la plaza de la iglesia donde una mañana se encontró ante
Blanca y la miró con sus ojos nuevos como si nunca antes la hubiera visto.
Caminó al principio cauteloso e
inseguro, sorteando matojos, reconociendo el terreno y evitando todo ruido. A
medida q sus ojos se acostumbraron del todo a la oscuridad de aquella espesura
su sentido de la orientación se agudizó y empezó a identificar árboles q para él tenían nombre, riscos cuyas
formas le eran conocidas, inexistentes senderos invisibles para los ojos
extranjeros en aquellos parajes.
Muy pronto pudo acelerar el paso
para precipitarse al fin en una desaforada carrera por el camino q conducía al
cementerio del pueblo. Corrió hasta q el palomar del Mas se fundió entre la
silueta de aquellas colinas pedregosas e inaccesibles q dominaban el lugar y el
campanario de la iglesia se dibujó con claridad en el horizonte.
Penetró entonces de nuevo en la
espesura boscosa y reanudó su prudencial andar hasta ganar el linde desde el q
se divisaba ya el camposanto y una de las entradas del pueblo del q ya sólo lo
separaban unos cuantos terrenos de cultivo abandonados y tomados por las malas
hierbas. Allí se dejó caer de espaldas contra el tronco de un pino, sacó el
petate de su casaca, lió un cigarrillo y lo chiscó con dificultad.
Hubo de hacer un esfuerzo ingente
para no dejarse vencer por un violento acceso de tos. Exhaló con dificultad el
humo al tiempo q sintió una agradable y mareante sensación de abandono. Esperaría
hasta poco antes del alba pues era el momento, como bien repetía siempre el
teniente, más propicio para hacer una incursión.
Antes del amanecer estaría en
casa. Con los suyos: para celebrar la Nochebuena. Agarrado
a este pensamiento como un náufrago a un madero se dejó mecer por el
duermevela.
Blanca vestía la ropa de los domingos y, enfrascada en acicalarse,
dejaba a su suegra la tarea de engalanar la mesa mientras el pequeño Antoni
correteaba entre las sillas llevándose a la boca a hurtadillas ora una aceituna
ora un trozo de fuet. Su padre, q los había dejado bastante antes del inicio
del conflicto, blasfemaba sin piedad, ya con un vaso de vino perennemente lleno
en su mano culpando de aquel innecesario e injustificado dispendio a su esposa.
Pero más tarde, solemne y ufano, trinchaba y servía el capón y rellenaba alegre
y sin cesa las copas, incluyendo esa noche la del pequeño Antoni.
Poco antes de la madrugada, los villancicos se interrumpieron con la
llegada de sus primos y sobrinos con la abuela Consòl dispuesta a encabezar la
procesión familiar hasta la iglesia para asistir a la misa del gallo.
De vuelta a casa Antoni, cuyas traviesas correrías y sus pequeños
excesos con el vino habían dejado postrado bajo una manta dormido junto al lar,
apenas despierto por la barahúnda del regreso, mostró su evidente enojo por no
haber asistido –tampoco este año- a la misa.
Se incorporó de repente
entumecido por el frío. Alzó los ojos al cielo q lentamente se tornaba en un violáceo oscuro. Aún
adormecido trastabilló al tiempo q un cometa surcó el firmamento y sintió el
chasquido brusco y seco –como el de la puerta de la iglesia al cerrarla el
monaguillo- de lo q le pareció una rama al quebrarse bajo el peso de sus pies. Se
encontró tendido boca arriba contemplando un firmamento desprovisto de
estrellas. Dibujó el lugar exacto donde se encontrarían a esa hora todas las
constelaciones q conocía y, extasiado por su creación, se abandonó a la tibieza
q empezaba a invadir sus miembros inertes. Sintió en su boca el cálido sabor
del calostro
con q Blanca amamantaba a su hijo al cerrar los ojos y se dejó
acunar por la luna antes de q el
encantamiento se desvaneciera al oír unos pasos q se acercaban y unas voces q
decían:
-¡Mierda, Manel! Es el Miquel: el Miquel de los Font.
-¡Bah, éste ya está con los suyos!