Apenas tenía diecinueve añitos cuando yo, q la
conocía desde su más tierna infancia, reparé en la profundidad de sus ojos
azules, en la redondez helenística de sus curvas, en su larga melena rubia
cuyos destellos envidiaba la luz misma q obraba el milagro. Mi padre, a
escondidas, me repetía a menudo: ‑Esta chica es un bombón-; y así acabó
llamándola cuando la confianza y el trato diario le dio el valor para hacerlo.
A mí el mote al principio me producía vergüenza ajena, pero a ella, q a media
mañana mezclaba el café con la leche condensada del tubito q llevaba en el
bolso, aquella picaresca la hacía sonreír.
Empezó por ayudarnos con la mudanza cuando, al
volver yo del servicio militar, decidimos establecernos en el pueblecito
costero en el q hasta entonces sólo pasábamos nuestras vacaciones: clasificaba
la correspondencia, ordenaba los archivos en el despacho de papá, distribuía
carpetas y libros por los estantes, compilaba las viejas facturas y los nuevos
recibos, mecanografiaba algunas cartas y, lo más importante, soportaba la
siempre cansina conversación de mi padre; así que al final, acabó empleada en
casa como su secretaria particular.
Yo le ayudaba al principio con las tareas de
menor importancia y, cuando mi padre me lo pidió, traté de transmitirle las
escasas nociones q sobre ordenadores poseía. Porq, desde hacía un par de años,
decoraba el despacho de nuestra anterior vivienda un ordenador personal q,
aunque adquirido con el fin de facilitar el trabajo de mi viejo padre, no había
sido usado sino como soporte para mis videojuegos en un primer tiempo y como
almacén de mis poesías de adolescencia y escritos más o menos literarios
después; y porq papá había tenido la muy brillante idea de darle el fin para el
q estaba destinado y nadie mejor que Bombón, a la q pensaba pagarle unas clases
de ofimática q no llegó a tomar, para cumplir aquel cometido.
Con mis pocas
enseñanzas pronto se puso a mi nivel, q era el de un completo advenedizo
en la materia: lo justo para crear sus propios archivos de datos, los formatos
tipo de cartas comerciales y todas esas cosas tan sencillas y tediosas. Ella
seguía mis explicaciones con sus grandes ojos fijos en las letras de diminuta
esmeralda que iban apareciendo en el monitor, mientras yo desviaba no pocas
veces la atención hacia sus piernas q, ahumadas por la lycra de las medias, se
realzaban en su belleza. Qué oculto placer sentía yo al rozar sus muslos con la
punta de mis dedos para señalar así un error al pulsar la tecla equivocada. Qué
enorme regocijo alcanzar, casi imperceptiblemente para ambos, su seno más
próximo al interpretar en el aire un ensayado ademán que reforzara mis
explicaciones. Y sus grandes ojos fijos en la pantalla, como queriendo enamorar
el frío cristal, tan ajenos a aquellos diminutos excesos míos.
No duraron estos pequeños momentos de alegría
tanto como hubiera deseado, pues no tardé en comprender, transcurridas un par
de semanas, q ya no precisaba mi ayuda para manejar el ordenador. Di pues por
finalizadas mis clases advirtiéndole q extremara el cuidado en no destruir
alguno de mis archivos personales. No les concedía importancia ante ella, pero evidentemente la
advertencia me contradecía.
No es q me sedujera la idea de q llegara a leer
aquellas poesías de una adolescencia olvidada, tan ajenas ya a mí y tan lejanas
en mi memoria, tan sentimentalistas, tan cursilonas las más veces. Pero tenía,
al tiempo, la certeza de que lo acabaría haciendo y esa certeza me impulsaba
estupidamente a creer q tal vez se enamoraría de mí -como yo lo estaba ya por entonces de ella- a
través de aquellas poesías como de un moderno Cyrano. No poseía sin embargo
esta idea el suficiente atractivo como para q no me inquietara la probable
violación de aquel resquicio de mi intimidad, ni era ajeno a la vergüenza q
ello me haría sentir y, en esta dualidad, me debatí durante unos días.
A mediados de junio ella le anunció a mi padre
no sólo que no tomaría las clases q él
se ofrecía generosamente a pagarle, sino también q a principios del próximo mes
dejaría de ejercer sus funciones de secretaria, pues con el renacer del verano
y el consiguiente auge de la hostelería le habían ofrecido un empleo mejor
remunerado como camarera en un restaurante de playa.
Mi padre se limitó a asentir al tiempo q,
mirándome de soslayo, me sugirió q tal vez también a mí me había llegado la
hora de empezar a preocuparme por mi futuro.
No pude evitar pensar q mi débil y estéril
galantería hubieran influido en su decisión, pero su conducta no apoyaba mi
suposición: me brindaba el mismo trato amable de siempre y su sonrisa presidía
nuestra fútil, escasa y mal llevada conversación.
Por otra parte aquello ahuyentaba el temor a que
mis secretos literarios fueran desvelados por la excesiva curiosidad de aquella
q había sido mi encantadora aprendiz, lo cual provocaba en mí una fingida
indiferencia que vagaba tan cercana a las fronteras de la tristeza como a las
de la alegría.
Apenas surgido y ya empezaba a marchitarse mi
veraniego sueño de amor, vencido por su aparente desinterés, cuando la encontré
la noche de San Juan acodada en la barra de un bar conversando alegremente con
el camarero, fijas en su cuerpo, centro absoluto del diminuto universo del
local, las miradas de la concurrencia masculina. Me acerqué a saludar y la invité a una copa q aceptó de
buen grado. Era escasamente la una pero yo llevaba ya en el cuerpo la cantidad
de alcohol q hubiera debido dosificar hasta más allá de las cuatro. Estaba
gracioso y ella reía mis gracias. Luego, sin más, le dije q se viniese conmigo
y ella entendió todo lo q con aquellas pocas palabras había querido decirle
porq me contestó q no, q había bebido demasiado. Se despidió haciendo hincapié
en lo curioso q le resultaba el hecho de q a estas alturas, y con los años que
hacía q nos conocíamos, viniera a interesarme ahora por ella.
Salí del bar con renovada sed y gasté mi dinero
en saciarla.
Mucho más tarde fue ella quien me encontró.
Había borrado de mi mente su imagen así como la idea infundada de su presunto interés por
el camarero porq no hay envite ni rival capaz de vencer los efectos de unas
copas de más. Estaba completamente borracho, sentado en las escaleras q daban
acceso al piso superior de la discoteca a la q acudía a acabar mis noches. Mis
amigos me habían abandonado a mi suerte cuando burlarse de mi estado ya no les
proporcionó diversión alguna y convencidos de q para mí nada iba a ser tan
reparador como dormir en cualquier rincón. Bombón se sentó a mi lado, trató de
hacerme hablar, intentó levantarme sin éxito, me dio un poco de agua y me mojó
la cara y al primer síntoma de mejoría se ofreció a llevarme a casa.
Abrió con la q todavía era su llave, me guió
hasta mi cuarto, me desnudó lo justo y me metió en la cama. Luego apagó la luz
y ya se disponía a marcharse cuando yo, aferrando su mano, acerté a mascullar:
‑ Quédate conmigo.
Hicimos el amor torpemente como si se tratara
para ambos de nuestra primera experiencia. Yo, para disculparme, ya más lúcido,
dije:
‑ Los dos hemos bebido.
Ella asintió en silencio. Clavó sus azules y
grandes ojos fijos en los anaqueles en los que reposaban mis libros frente a mi
cama. Habló de Antonio y de Juan Ramón. “Juan José”, estuve a punto de
corregirla antes de comprender q no se refería al par de juerguistas q a
aquellas horas, asidos a un vaso y soñando despiertos, aún correrían tras las
faldas de alguna chica extranjera. Entonces dije algo sobre Neruda –en aquel
momento creía firmemente q aquellos grandes ojos fijos habían sido azules-,
recité las primeras estrofas del conocido poema número veinte y acabé hablando
sobre su muerte y el golpe.
Ella recitó, entero, un poema del que dijo
desconocer su autor y bajó sus párpados
para entregarse al merecido sueño. Yo me debatí con Morfeo un buen rato
tratando de recordar quién era el dueño de aquellos versos q acababan de
expirar en sus carnosos labios. "Ya
lo pensaré mañana", me dije convencido de no haberlos escuchado por
primera vez escasos momentos antes.
Despertamos cuando el día clareaba y nos
entregamos de nuevo al amor sin lograr superar la torpeza de la primera vez. Al
acabar, ella se abrazó a mí, vuelto yo de espaldas, y me besó la oreja al
tiempo q acariciaba mi pelo. Me sorprendía q no me doliera la cabeza, como era
costumbre en mis resacas, pese a q sentía como la sangre me golpeaba las sienes
y me hinchaba las venas del cuello con cada latido de mi corazón.
Tenía en la boca el dulce sabor de sus besos:
¿Bailey’s, café bombón? Supongo q aún estaba borracho cuando le dije:
‑Te escribiré un cuento, pero ahora vístete y
desaparece.
Acababa de recordar q los versos eran míos.
qué bien cierras los textos canalla. siempre una bala en la recámara eh?
ResponderEliminarbesos tete.
Este tío es idiota y no tiene ni puta idea de mujeres. (Y esta vez no me refiero a ti, David).
ResponderEliminarMuy bueno y bien narrado, a todo esto.