Diada de Sant Jordi de dos mil once. Lunes para más señas. Casi
podría decirse q despierto en la única cafetería q encuentro abierta, poco
después de las nueve y media, en pleno centro de Andorra la Vella. El verdadero corazón
de la ciudad, quizás, se encuentre lejos de aquí, lejos de estas calles estrechas flanqueadas
de edificios de cinco o seis plantas y surcadas de tiendas y centros
comerciales, de ávidos vendedores y sus aleccionados empleados. Los bares y los
comercios están cerrados, sus aparadores enjaulados esconden bajo un manto de
terciopelo artículos con los que los comunes mortales ni tan siquiera soñamos:
Breitling, Rolex, Cartier, Louis Vuitton. Por aquí pasean felices, fines de
semana y días de guardar, en tropel, turistas consumidores de escasos recursos
y pseudoricachones sin más gusto que el de la ostentación, viejos franceses compradores
del Ricard q tienen prohibido, de tabaco para sus saludables nietos que ya no
fuman, de españoles -todos- viejos que adquieren tabaco para sus hijos obstinados
en el mal hábito, y güisqui y coñac y prótesis dentales y cristales para sus
gafas.
Nadie a esta hora. Excepción
hecha de algunos escolares transfigurados en ocasionales vendedores de rosas q persiguen
sin desmayo a todo aquel q, huidizo y esquivo
–como yo-, con cara de pocos amigos y/o de no haber conocido jamás el
amor, acude al trabajo o simplemente busca un lugar donde guarecerse del frío y
la humedad. Llovizna y la temperatura, según anuncia orgulloso en una esquina
el panel cambiante de una farmacia también cerrada, es de tres grados. Bendita
primavera.
Me levanté temprano –mucho antes- para acudir a rehabilitación. Rotura con
desplazamiento del quinto metacarpiano de la mano derecha, reza el informe.
Tras un largo mes de inmovilización, desestimada la intervención quirúrgica,
asistir religiosamente a las horas concertadas por al centro de La Massana asignado por la CASS , por aquello de la
cercanía a mi actual domicilio, es la única manera q tengo de asegurarme el
sustento: accident laboral. Mi permiso de trabajo expira en una semana:
prolongar la baja es la única forma de permanecer en el país legalmente.
Pero mis pensamientos están muy
lejos de estas –mis verdaderas, únicas, tal vez imperantes- preocupaciones:
encontrar una nueva ocupación es tan agotador como estéril.
No tengo tiempo de abrir mi libro
-el desenlace del cual postergué con esfuerzo sobrehumano, no sólo el fin de
semana, también la inmediata hora y media anterior a mi entrada en el bar -q he
pasado entre masajes, ejercicios dedicados a fortalecer los atrofiados músculos
de mi mano, corrientes eléctricas, ultrasonidos e infrarrojos. - por sus últimas páginas cuando más presto q
solícito, el camarero portugués (pitorreándose del asiduo cliente culé q, sin
saludar y con un ligero mohín de enojo, tras desechar el Marca opta
visiblemente disgustado por La
Vanguardia y alcanza una mesa vacía y apartada) en un
medianamente inteligible castellano y sin mirarme de frente, ligeramente de
perfil, sin q por ello su prominente nariz llegue a encubrir del todo el cartel
que detrás de él reza “En català ens entendrem” me pregunta –entiendo q es a
mí- “qué será”.
-Un café con leche. Del tiempo –añado
con fingido acento catalán recién llegado de Burgos-.
Once años más tarde de su
publicación (y ocho después del estreno de la película de Trueba), en una
cafetería de Andorra, abordo la últimas páginas de Soldados de Salamina. Mil veces recomendado por un sinfín escaso de
amigos a los q ya no veo, no trato, no frecuento, seguramente ni conozco ya, y
en los q no dejo de pensar mientras dura la rehabilitación/la lectura, el libro
cae en mis manos. Nadia, mi fisioterapeuta, sujetando mi mano derecha lejos de
la novela de Cercas exclama: -¡Es buenísimo, te encantará!-. Quince sesiones
más tarde estoy a punto de descubrir cómo acaba este “relato real”.
Son apenas (encore) veinte páginas. Pero el café con leche empieza a tener
sabor a chicoria de calcetín aderezada con coñac, el bar puede ser una
residencia de ancianos del Maresme (donde, ahora lo sé, no sirven Somontano en
los restaurantes, lo siento Roberto),
Miralles puede llamarse Jaime y ser
mi padre, Dijon puede muy bien ser Stockton (¿Andorra?) y a Françoise –te quiero tanto Laura-
siempre podré tocarle el culo en nuestra cocina de la Catalunya
Nord.
***
Estuve en Argelers, el diez de
marzo: cuarenta y cinco días atrás. Con mi mujer –Laura-, mi cuñado –Denis- y mi perra –Tess-
(de buena gana hubiera escrito con mi mujer, mi perra y mi cuñado).
Esa mañana desperté en Figueres, en
la soleada habitación de un hotel cuyo nombre no recuerdo, y era feliz. Feliz. Felices.
Sólo - luego, un instante, un momento- el recuerdo de su hijo, al filo de cumplir
cuatro años, q no estaba con nosotros
pues el convenio de separación dictaba q ese fin de semana debía pasarlo con su
padre, consiguió desenredar mis dedos (escayolados entonces) de su rubicundo
pelo, desdibujar la sonrisa q trazaba con su índice ella en mi espalda, hacer
desistir a nuestra chucha en su tímido intento por subirse a la cama y compartir nuestra dicha.
Entonces, –quizás- sonó el
teléfono.
Trazamos planes con mi cuñado. Visitar
el Museu Dalí, llegarnos a Port Lligat, el Cap de Roses y comer en Cadaqués. Fue
entonces, algo ebrios de lladoner y viura, con los cafés y el moscatell, cuando
propuse –sin esperar disentimiento alguno- acercarnos a Argelers.
En la sobremesa anduve divagando
sobre los retales de recuerdos, transfigurados por mi memoria, q mi padre,
seguramente transfigurados por la suya, me había transmitido sin énfasis, sin
premeditación, sin cronología, sin detalle y tal vez ya sin un interés u
objetivo definido y claro: un recuerdo q avanza como entre trincheras y alambre
de espino y sangre de muertos sin nombre y confusión y humo y un agotamiento
eterno y, entonces, descubre q ya nada importa porq sólo cabe la derrota y,
vencido, se bate en retirada y sin saber muy bien cómo acaba –o nace- en aquel
campo: el frío, el hambre, la enfermedad, los piojos: égalité; los compañeros, los amigos, la esposa, los hermanos: fraternité; los soldados senegaleses y
su inquina, el gobierno francés y sus “desvelos” por los combatientes
republicanos q “aloja” en su suelo, la muerte y su promesa: liberté.
Fue ya en el sinuoso camino de la
frontera, costeando viñedos que desafían a los acantilados y pugnan con las
olas, atravesando pueblos calados al mar,
indigestados por la interminable sucesión de curvas mareantes como el
oleaje en altamar, cuando me vino el único, preciso, verosímil y anecdótico
recuerdo (mío y/o de mi padre) de cuántos “amenizaron” nuestro periplo: los
panes y sus cruces.
Nos formaban en fila y a cada cuatro nos correspondía un pan. Venían
éstos redondos como panes de payés pero más pequeños, con unas hendiduras en
forma de cruz facilitando así (amén de un mejor, o al menos correcto, horneado)
q el receptor del mismo –el primero de los cuatro a los q iba destinado-
pudiese fácilmente hacer cuatro partes y repartirlo con sus tres compañeros:
los situados inmediatamente detrás de éste en la fila.
Ocurría pero, y no pocas veces, q el q recibía el pan de manos de uno
de aquellos negros hijos de la gran puta, hallándose en mejor situación no sólo
estratégica, también física, echara a correr con el pan, como alma q lleva el
diablo hasta el lugar más recóndito del campo, dejando a sus compañeros más
hambrientos de lo q ya estábamos y más desolados y abatidos q furiosos.
Una lágrima, de rabia e
impotencia – por fortuna, así lo pensé, yo ocupaba el asiento trasero- rodó por
mi mejilla (como tantas veces -también por fortuna, claro- tantos años atrás lo
hizo por la de mi padre) a nuestro paso por Portbou, imperceptible para quiénes me acompañaban. Mi mujer y su hermano
destripaban por entonces a la expareja de Denis -Tania (portbouense de adopción), extía del hijo de
Laura, exmadrina de mi hijastro y mi ¿exconcuñada?- completamente ajenos a mi
monólogo sólo ligeramente etílico, la cual había desaparecido de nuestras vidas
meses atrás para correr a echarse a los brazos de un fornido panadero de
Vilajuïga.
En el otro bando (¿el mío?), en el
q me hallaba, es decir, algo ebrio en el asiento trasero de un 308 camino de
Argelers, el nombre de ese pueblo q jamás había oído, Vilajuïga, me evocó el
nombre de Vila Sanjurjo y me trajo el recuerdo de “mi otro padre”.
Mi abuelo Gregorio, en realidad “sólo”
mi padrino – el segundo marido de mi abuela-: mi padrino: mi “padre”. Mi abuelo.
Mi abuelo q no lo era y me hizo de padre. Mi abuelo, trece años más joven q mi
padre, q apenas recordaba la guerra quizás por ser muy niño entonces. O porq en
aquel impreciso lugar de la sierra jienense, donde con tanta crudeza se dejó
sentir la contienda, quizás no le alcanzara y la guerra fuera apenas un rumor
vago y lejano de pueblos vecinos a donde, al principio supongo y a decir de las
gentes medrosas, se iban a llegar los rusos.
O una columna de humo y ceniza q se otea en la lontananza y q bien pudiera provenir de la quema de una
iglesia con sus santos y sus vírgenes. O porq quizás en aquellos montes no
había ni pueblo pues mi abuelo, sólo un niño, era cabrero y no debió ser hasta
bastante más tarde cuando su memoria adquirió los distorsionados recuerdos de
otros lugareños mayores q él que hablaban de tropelías causadas por las hordas
rojas y de paseíllos organizados por nacionales
y falangistas. O porq sencillamente había olvidado obligándose a no recordar y
su memoria se había poblado de silencio.
Lo q si recordaba mi abuelo era
haber servido años más tarde en la legión, en Villa Sanjurjo, durante tres
años, acabada ya la guerra, instaurado ya el régimen, y desfilado con indisimulado
orgullo – insistía divertido en el hecho con el sólo objeto de soliviantarme-.
ante el mismísimo Generalísimo en aquel poblacho del Rif, entonces parte del
Protectorado español de Marruecos.
Los dos, mucho más tarde,
llegaron a Barcelona más o menos en las mismas fechas. Mi padre desde Alicante,
huyendo de la persecución fascista. Mi abuelo desde Jaén, huyendo del hambre.
Fue en mi adolescencia cuando intenté
conocerlos realmente a ambos. A mi
padre lo admiraba con ese desprecio que se siente por aquel q lo ha tenido -lo
ha conseguido- todo y no ha sabido conservar nada. A mi abuelo lo despreciaba
con esa admiración secreta q suscitan aquellos que nunca tuvieron nada y nunca
necesitaron, pretendieron ni codiciaron nada q no tuvieran.
Los dos murieron, mucho más
tarde, en Barcelona y el mismo año, en enero y febrero respectivamente, al
albor del nuevo siglo, llevándose ambos los secretos de sus vidas –las anteriores,
las q con tanto afán ocultaban, callaban o divagaban- q con ahínco pero en vano
había tratado tantas veces sonsacarles.
***
Llegamos a la playa cuando el
ocaso empezaba a teñir de rojos y azules marinos el cielo rasgado hacia el
horizonte por escasas y blanquecinas nubes: los colores de la bandera francesa
ondeaban orgullosos en el firmamento.
La tarde era fría y húmeda. No
había apenas transeúntes y sólo mi perra parecía disfrutar del paseo después de
tantas horas de viaje y encierro en el coche. Recorrimos un largo trecho en mi
afán por encontrar el monolito en recuerdo de los cien mil republicanos
internados en el campo y q, según había leído, se encontraba en las
proximidades de aquella Plage du Nord. Un chiringuito de souvenirs en el paseo,
q entre sus muchas y diversas bagatelas exhibía las banderas francesas,
catalana, y la rojigualda del reino de España junto con la tricolor
republicana, estaba a punto de cerrar. Su propietario, un abuelete rubicundo y
regordete de sonrosadas mejillas, trataba en vano q el pequeño de la bicicleta,
probablemente su nieto, dejara sus correrías y le ayudara a recoger y guardar
la mercancía. Ateridos –mis acompañantes visiblemente desangelados, incapaces
de disimular ya su desinterés por mi búsqueda- nos acercamos a indagarle la
ubicación exacta del memorial. El viejo por toda respuesta se encogió de
hombros y masculló una excusa q no entendí o no recuerdo.
Aún anduvimos un buen rato,
siempre hacia el norte, con el mar a nuestra derecha y el húmedo levante
azotándonos de costado. Finalmente dejé el paseo y me adentré en la playa. Recogí
un puñado de arena q metí en una de las bolsitas q llevaba en previsión de los
apretones de mi perra y caminé hacia la orilla, sin preocuparme siquiera de si
mi mujer y su hermano me seguían, y me dejé caer vencido sobre un tronco
arrastrado por la corriente. Allí, sentado de espaladas al encrespado mar, me
limité a escuchar el silencio. El mismo silencio con q indefectiblemente mi
padre interrumpía sus recuerdos de aquel lugar, de aquellos hechos q sin duda
habían dejado a medias una vida anterior, como a medias dejaba él sus breves e
interrumpidos relatos de las miserias q le tocó vivir y q ahora se perdían, se
borraban con la misma implacable celeridad con q lo hacían mis recientes
pisadas en la arena.
Tess vino hacia mí y lamió las
puntas de mis dedos escayolados. El flash de una cámara restalló inmortalizando
mi derrota. Porq también era mi derrota, mi pérdida. Laura se acercó y se llevó
en sus labios las dos lágrimas q tímidamente afloraban en mis ojos.
-Vámonos -me susurró con cariño,-
aquí no vas a encontrar nada.
***
Devoro las veinte páginas en el tiempo
q empleo en deglutir el cruasán mojado en el café con leche. Demano un xupito i el compte. Pago y
desaparezco. Salgo a las calles para descubrir q ha dejado de llover y q ahora
se agolpa en ellas un gentío alrededor de los escasos puestos de venta de
libros y rosas. Me entremezclo con el mundo. Deambulo entre la muchedumbre de
rostro alegre q les ha pintado la apariencia del falso festivo y q poco a poco vence
al marasmo q me inunda de silencio y vacío desde q cerré el libro por su última
página. Sin embargo, sé q allí tampoco voy a encontrar nada salvo la pesarosa
certeza de no poder olvidar lo q nunca se supo ni a aquellos a quienes no se
llegó a conocer.
Finalmente compro tres rosas: una
roja, una amarilla y otra lila. Y le mentiré
alegre a Laura cuando me entregue el libro q me habrá comprado: - Una por ti,
otra por el chiquillo y otra por mí. ¡Y para celebrar los tres años de la
instauración de la república independiente de nuestra casa!
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