La llamaban Lascuarenta y sobre su apodo corrían no menos de cuarenta
versiones.
A una chica escuálida de pecho
escaso y voz de sirena de feria la escuchó comentar divertida a sus amigas -en
aquel antro q era el Sin y q aquella noche, como todas las noches, era lo más
parecido a un concurrido cementerio de elefantes-, todas vestidas para un
safari nocturno, ávidas de la sangre de sus presas q sin duda intuían aún
caliente, q a la buscona de Lascuarenta la llamaban así porq para encerrar sus
tetas y mantenerlas cautivas bajo su ropa tenía q coser juntos dos jerseys de
la talla cuarenta.
La enana rechonchita y estrábica
de melena leonina, q en corsé y mallas hacía las veces de recogevasos, y a la q
todos llamaban Lapeque, desmintió a Laflaca asegurando q no era una cuestión de
talla sino de peso. Las ubres –término q empleó para referirse a los senos de
Lascuarenta- pesaban cuarenta arrobas, sin q aclarara si se trataba de cada uno
de los pechos por separado o de los dos juntos. Ella misma se los había sopesado
con aquellas manos diminutas de exiguos y regordetes dedos q apenas podían
sostener un limón cuando ayudaba ocasionalmente en la barra. Ninguna de Las
Escuálidas Cazadoras parecía saber cuántos kilos eran una arroba pero antes de
q pudieran preguntarlo Lapeque puso pies en polvorosa cargada con una bandeja
de vasos vacíos evitando q alguno de los etílicos clientes la arrollara en su
afán por llegar al mostrador.
Los Amigos del Amanecer -un grupo
de perennes solteros treintañeros prematuramente envejecidos, q eran mayormente
toda la caza q aquellas chicas demacradas podían encontrar en el Sin-, debían
su nombre al hecho de ser los únicos a los q se les permitía permanecer en el
local más allá de las cinco, cuando éste bajaba su persiana, la música se mantenía
con sordina y la única mujer en el lugar era una diosa polvorosa por la q todos
moqueaban y cuya omnipresencia se manifestaba al mismo tiempo en los servicios,
en la barra y en al menos tres mesas y a la q llamaban cariñosamente Dama Blanca. Según a quién le preguntara
de entre éstos hallaría una de las dos versiones de las q el grupo sostenía.
Así, unos pocos mantenían q su
verdadero nombre era Lascuarenta Enbastos porq era capaz de comerse cuarenta trancas
cada noche. A algunos se la chupaba dos o tres veces y a otros menos
afortunados solamente una. Pero si no se llevaba las cuarenta pollas a la boca –alguien de los menos habituales, un no asiduo
o quizás simplemente un tipo con un rostro de lo más común, q bien pudiera pasar
desapercibido las más de las ocasiones, de vuelta del lavabo y abrochándose la
bragueta interrumpió la exposición al grito de “esa lo q se come son cuarenta
pollos”- no había nada ni nadie q pudiera hacer q emprendiera el camino de
vuelta a casa por mucho q todos los bares estuvieran cerrados, las calles
desiertas y el sol, una vez más, se empeñara en demostrar q la larga noche
había acabado.
De entre éstos sólo El Rey del
Amanecer se jactaba, y a menudo, de haber contribuido en incontables ocasiones
a la causa de Lascuarenta. Hasta la había acompañado, según él –y nadie se
atrevía a contradecirlo, si bien él tampoco atajaba las miradas burlonas y de
complicidad q sus amigos, tal vez sólo compañeros, intercambiaban durante su
perorata-, a su casa, o la había invitado él a la suya para cantar juntos no ya
las cuarenta en bastos, sino aprovechando la suerte cantar también las veinte
en espadas. Para él era Lascuarenta Ytantas.
Otros de Los Amigos del Amanecer defendían
sin embargo q a Lascuarenta el mote le venía por su afición y tolerancia al
alcohol. Le daba igual cerveza o sidra q vino y lo mismo podía pedirse un
martini q un destornillador, un gintonic o un cubalibre. Era Lascuarenta
Encopas y de cuarenta copas no bajaba la noche q salía. Las primeras las pagaba
ella. A veces empezaba en el Screwed y terminaba en el Dreams. Otras en el Lips
para acabar en el Passion. Pero siempre, siempre pasaba por el Sin. Allí,
Elasolas podía escuchar un sinfín de anécdotas sobre incautos -entre por los q
por supuesto ninguno se incluía-, q habían pagado gustosamente la bebida de
Lascuarenta: crédulos q sucumbían a la mirada perversa q encerraba su rostro
angelical o a las abundantes promesas q
sus voluptuosos senos hacían sin pudor y q comprendían demasiado tarde q habían
jugado mal sus cartas y perdido la ocasión de cantar las veinte en oros.
Ya de mañana, en el bar de la
esquina, donde los domingos es habitual encontrarse, juntos y rezagados, a Los
Amigos del Amanecer y a Las Escuálidas Cazadoras, sin más quehacer q discutir
sobre a quién le toca pagar la ronda de quintos, apostar a quién pillar el
último gramo o a quién mendigarle una última raya, o dilucidar quién conserva
aún suficientes bienes para convertirse en candidato a compartir un taxi en la
retirada, escuchaba contar al regente del Punjab q Lascuarenta se ganó su
sobrenombre en el transcurso de una apuesta.
Allí estaba Elgordo -q abierto en
canal pesará sus buenos ciento treinta kilos – acodado en la barra ante cualquier
cosa q pudiera saciar su voraz apetito. Alguien explicaba entonces q había sido
un joven con cierto atractivo hasta q le tocó el gordo de navidad el mismo año en
q sus padres murieron en un accidente de tráfico dejándole cuanto poseían en
herencia, incluida la genética q hasta entonces no se había manifestado, aunq no había unanimidad sobre cuál de sus
progenitores había sido el más orondo. Elgordo venció la depresión yantando y,
gracias a ello, desde aquellos lejanos tiempos podía jactarse de no haber
tenido una recaída pues nunca cejaba en
sus excesos alimenticios. A la menor ocasión hacía gala de su prominente
obesidad e importunaba a cualquiera q se prestara a escucharlo mientras presumía de su capacidad para comerse
cuarenta porras mojadas en delicioso chocolate caliente. Y por allí, según
cuentan, apareció una mañana Lascuarenta recogiendo el guante. Y se ganó el
alias, aunq nadie sepa aún cuál es su verdadero nombre ni si ganó o no aquella
apuesta, ni si se comió o no las cuarenta porras y si lo hizo o no en menos
tiempo q su contrincante. Tampoco si todas las mojó o no en el chocolate. Al
menos, esa mañana, Elgordo no parecía nada dispuesto a dejar a un lado sus
aceitosos huevos fritos con panceta y chorizo, ni a defender tercamente su
cestilla del pan, para despejar las
dudas del personal.
No hubo discusión porq no se oían ya las
diferentes versiones sobre el auténtico origen del mote de Lascuarenta, ni las desacreditadas
voces de los q aseguraban conocerla bien por tal o tal otro motivo y q afirmaban
q era hija de Fulana o Mengana y q su nombre era Zutana porq para entonces
alguien levantó su botellín y empezó a gritar q de allí nadie se iba a mover
antes de q se bebiera cuarenta cervezas. El de la camisa partida adornada de
lamparones, con menos dotes q entusiasmo, entonó la canción de Los Toreros
Muertos. Y Elpenas aprovechó el barullo para, con escaso disimulo, sacarse la chorra por debajo de la mesa y
orinar en el piso poniendo todo el cuidado q su embriaguez le permitía en no
salpicar los zapatos o la pernera de alguien. El Rey del Amanecer se alzó entonces
de su silla y con la china en una mano y el mechero en la otra proclamó q él se
fumaría cuarenta porros. Cuando, con más descaro del q Elpenas empleaba en subirse
la cremallera de la bragueta, empezó a calentar la piedra, con el papel de
fumar colgando de la oreja, Elpaki -el regente del Punjab-, simplemente miró
para otro lado. Las Escuálidas Cazadoras pedían más chupitos de vodka negro
–como sus vestidos, como sus marcadas ojeras-, incapaces de recordar cuándo algo q no fuera alcohol
humedeció sus labios por última vez y sin caer en la cuenta de q con los q
acababan de dejar vacíos en la barra ya alcanzaban la cuarentena.
Para entonces nadie era capaz ya de
entender, por debajo del creciente runrún, ni un ápice del resto de las
versiones conocidas q, sobre el mote de Lascuarenta, aún corrían como un
reguero de pólvora por entre la heterogénea
concurrencia del bar. Tampoco es q le importaran ya a nadie. Y nadie vio
tampoco como Elasolas dejaba el euro
diez del café encima de la barra, se despedía con ademán insulso y salía del
bar a esa hora en q uno a uno se apagan los faroles para alejarse cojeando –con
aquella pierna renga q era todo cuanto su vieja pasión por las novilladas le
había dejado- sin rumbo, dándole vueltas a qué iba a hacer con su vida.
Su último y lejano empleo había
sido como administrativo sanitario y no era ya capaz de asegurar con exactitud
cuando dejó de percibir la ayuda por
desempleo. En cambio podía enumerar y citar con precisión las fechas y los
motivos de los ocho ingresos de Lascuarenta q, en el centro de salud en el q
había trabajado, se produjeron estando él de servicio. También allí la conocían
por Lascuarenta aunq nadie le dijo nunca, ni él tuvo la osadía de preguntar
jamás, cuál era el origen de aquel apodo. Consultó alguna vez los viejos
registros y los ingresos datados q encontró, aunq eran muchos, no sumaban
cuarenta.
En una ocasión hubo de asistir,
debido a la creciente escasez de personal provocado por los primeros recortes
en sanidad llevados a cabo por el gobierno, al médico y a las enfermeras q se
encontraban de guardia cuando Veronica
Forti (36 años, italiana, etc…), comúnmente conocida como Lascuarenta,
ingresó con lo q parecía una intoxicación etílica agravada por el consumo de
otras sustancias. Durante unos instantes contempló con pavor la casi desnudez de
aquel cuerpo de blanquecina piel infestada de cicatrices con aquellos enormes
senos derramándose por ambos lados de la estrecha camilla . Las empezó a
contar, absorto e inmóvil, ajeno a cuánto se decía entre aquellas cuatro
cortinas verdes hasta q la imperiosa voz de una enfermera le instó a abandonar
el box. Sólo en los antebrazos contó seis y por lo q había intuido antes de q
alguien la cubriera con una sábana podían muy bien ser cuarenta.
Anduvo hacia el quiosco con la
intención de hacerse con el semanario Aplausos
y antes de q llegara a la esquina le asaltó la absoluta convicción de
estar a punto de afrontar a Lascuarenta recién salida de chiqueros. Sus cuarenta
años mal llevados y su porte soberbio aparecieron un instante después casi dos
pasos por detrás de sus tetas. Pensó fugazmente en darse la vuelta, en huir por
dónde había venido, en desandar anadeando el camino. Pero ya era tarde y trató
de ponerla en suerte con un atribulado “buenos días” al q ella respondió seca,
pero educadamente, de una forma un tanto lastimera no exenta de un atisbo de femenino
orgullo q se hizo patente en el modo en q se atusó con la mano los rizos
dorados y nacarados como el circonio q, apenas un momento antes, ondulaban al
viento como ajados gallardetes.
Antes de q pudiera, siquiera
toscamente, devolverle el saludo, ella le pidió el suelto: -Para el metro,-
dijo. Hizo un vago ademán de negación con una mano mientras con la otra ya estaba
hurgándose los bolsillos. Con esmero trató de no extraer el arrugado billete de
cinco q aún conservaba y se esforzó en reunir veinticinco míseros céntimos y,
al tiempo q se los entregaba encogiéndose de hombros, se descubrió implacable diciéndose
para sus adentros: - Cuarenta pesetas: Lascuarenta Pelas.
Ella no le dio las gracias y se despidió de él
con algo parecido a una V esgrimida por su índice y su corazón q en nada se
asemejó a un gesto triunfal. Antes de darle la espalda para proseguir cojeando su
camino miró fugazmente sus ojos metálicos -a juego con el pelo-, vidriosos y
entelados, deteniéndose en el tenue reguero de sombra q rasgaba su candorosa
cara y q habían creado las lágrimas secas y ennegrecidas q habían descorrido su
rímel. Tenía el fracaso pintado en el rostro y a pesar de ello le seguía
pareciendo altiva.
La vio alejarse durante un
momento, con la gallardía en el andar de un torero durante el paseíllo. Entonces,
inesperada y bruscamente volvió sobre sus pasos y hubo de enfrentarse a ella como el matador q espera la embestida del
morlaco con la capa extendida a punto de
ejecutar torpemente una verónica sin atreverse a gallear y rematarlo de farol.
-Te los devolveré, -le espetó
acometiéndole con sus tetas. – Mi chiamo Vittoria. ¡Vic-to-ria! ¿Comprendes
capullo? Victoria. Vicky –se rió desafiándolo,- para los amigos.
Se esfumó un instante, como si se
la hubiera tragado el desmañado y cuarteado muletazo, para reaparecer herida
unos metros más allá. Caminaba titubeante, pero con suficiencia, rozando los
edificios como el toro q se encierra en tablas. Su cabellera ensabanada
desprendía esquirlas al rozar los muros como un astado arrancando astillas a la
barrera.
Elasolas cruzó la calle hacia el quiosco
donde un descolorido cartel publicitaba la novela de Coelho Verónika decide morir. Cogió un
periódico deportivo junto con el semanario taurino y se oyó despedirse cruel y
tardíamente de Lascuarenta, negándose a compartir su derrota, dándole la
puntilla con un “Ciao Vero”.
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