- He conocido a tu madre.
Eso
fue lo primero q pronunciaron sus labios carnosos y siempre sonrientes aquel
infausto lunes –todos los lunes tienen algo de infausto- cuando llegué del
trabajo y, sin duda, era la noticia más inoportuna de cuántas pudiera haber
imaginado por el camino de regreso al hogar.
Hasta
entonces Dolores, mi mujer, no conocía a mi
madre sino de vista. Yo no las había presentado porque las relaciones
con mamá, desde mi más tierna infancia, fueron siempre tirantes.
Mis padres se divorciaron
siendo yo muy niño, lo cual no me causó trauma alguno, aunq no puedo presumir
de un recuerdo muy nítido de aquel entonces. Tras la separación viví unos años con
mi madre en un clima de tensión
constante, de disputas eternas, hasta que tuve trece o catorce años.
Discutíamos por nimiedades, por orgullo, por tozudez, por cualquier cosa y por
cualquier motivo en cuanto ella regresaba del despacho en el que se ganaba la
vida. A esa edad la situación se hizo insostenible, aunq tampoco es q hubiera
empeorado con los años, y... me fui a vivir con mi progenitor, al q hasta
entonces sólo veía ocasionalmente (solíamos ir juntos al fútbol, al cine, ese
tipo de cosas). En realidad fue ella quien me echó, quien me puso de patitas en
la calle, quizá en un momento de excesiva crispación, en un acto irreflexivo
del q tal vez se arrepintiera después; pero yo hice la maleta y con ella
cargada y navegando en un mar de lágrimas me presenté en el domicilio de mi
padre.
- Me ha echado. ¿Puedo
quedarme aquí?
Fue
cuanto acerté a decirle. Por supuesto me acogió con los brazos abiertos. En
cierto modo lo esperaba, pues estaba al corriente de las disputas entre mamá y
yo. Así inicié una nueva vida -no sé si más placentera- en compañía de una
padre viejo, autoritario y quejumbroso q repetía hasta la saciedad su
interminable letanía: "yo me moriré pronto"; pese a q gozaba de una excelente
salud y q andaba casi siempre de viaje, en negocios vagos pero fructíferos, con
lo q yo quedaba al amparo de esa querida compañera - la más fiel q pueda hombre
alguno conocer- y q se llama soledad. Si alguna vez me arrepentí de
la decisión q me vi forzado a tomar, el orgullo nunca me lo dejó ver.
A
mamá iba a visitarla, al principio, una vez se hubieron enfriado los ánimos,
con cierta frecuencia. Luego rebrotaron las viejas rencillas y pasábamos largos
meses sin vernos a pesar de los esfuerzos q hacía la abuela por reconciliarnos,
esfuerzos q, más tarde q temprano, daban los frutos apetecidos.
A
Dolores la conocí un verano, debía andar yo por los dieciocho, y nos
enamoramos. Uno de esos irresistibles flechazos q entrelazan dos vidas en un
instante, pese al cual, la cosa no funcionó a la primera. Sería ser por
entonces, o en los diversos y sucesivos romances más o menos bienaventurados y
más o menos largos, pero siempre con Dolores, q siguieron hasta que marché a
cumplir el servicio militar a Madrid (momento en el q, tras una absurda
discusión ocasionada por alguna de esas chanzas inapropiadas a las q soy tan
dado, nos deseamos mutua y sinceramente no
volver a vernos jamás), cuando le debí mostrar a mi madre desde una distancia más
q prudencial seguramente aconsejada por
nuestra más reciente disputa.
Mis incontables
devaneos amorosos con Dolores acababan indefectiblemente mal siempre, bien debido
a lo mucho que ella se parecía por entonces al personaje del mismo nombre de Nabokov,
bien por lo mucho q, a pesar de mi juventud y mi ironía rayana en el mal gusto,
me asemejaba yo al complaciente Humbert.
Lo único cierto es que la quería, quizás por lo muy necesitado de amor que
andaba, y también quería a mi madre y cuando, con veinte años recién cumplidos,
me subí a aquel tren, a servir y pagar mi deuda a la patria, estaba convencido
de tener un problema irresoluble con las mujeres q por momentos me atormentaba.
El
servicio militar hizo q me olvidara de todo (seguramente también ayudara la
afición q mis compañeros me inculcaron por el hachís y la marihuana) y me
sirvió, al menos, para completar mi formación sexual, instruida en esa fase última
donde la teoría cede su protagonismo a la práctica, por un séquito de
meretrices de dudosa belleza que nos asediaban en los días de permiso. En ese
año, demasiado largo o excesivamente corto según se mire, no tuve noticia
alguna de mamá, aunque me constaba q de ella provenía parte del contenido
recibido en los paquetes q periódicamente me mandaba la abuela.
Obtuve
la "blanca" a mediados de junio y con el renacer del verano
resurgieron las relaciones con mamá y también con Dolores. Con la primera, la situación siguió con los
altibajos de siempre, hasta un día en el q nuestra disputa alcanzó niveles de
violencia parecidos a los del día en q me echó de casa y en casi tres años no
volví a saber de ella. Con la segunda me hallo felizmente casado desde hace cinco
meses. Nunca he sido partidario del matrimonio, pero después de un tan largo
como interrumpido noviazgo no podía seguir negándome ante el empecinamiento y
la persuasión de Dolores.

Al
acabar el verano se me hizo imperioso buscar trabajo, pues aunq mi padre no me
negaba nada (tan contento estaba el pobre de haber visto a su hijo jurar la
bandera del reino, acontecimiento al q desde luego no hubiera creído poder
asistir: -"Me moriré antes" lucía orgulloso a modo de charretera), a
mí se me caía la cara de vergüenza cada vez q, y a intervalos cada vez más
cortos, recurría a él necesitado de dinero. Encontré en qué emplearme en una redacción
propiedad de un viejo amigo de mi progenitor (todo en mi padre era viejo – o
antiguo, como se jactaba él en calificar incluso a las personas, fueran o no
allegadas a él-, excepto la mujer que tuvo y el fruto de aquel fallido
matrimonio).
Dolores
le gustó desde el primer día. El sí era todo un Humbert capaz de sufrir un
infarto con sólo contemplar la piel morena de cualquier quinceañera. Le gustaba
tanto la que por entonces era mi novia q cuando le anuncié mi intención de
casarme se murió de la alegría. La verdad es q fue todo un golpe: al
licenciarme en la mili volvió a cambiar aquella su tan manida frase, q ahora rezaba:
"me moriré pronto, antes de verte casado" y, en contra de la opinión
general, de sus propios deseos y de sus escasos poderes adivinatorios, esta vez
acertó.
Su
muerte no me causó, como hubiera podido esperar, una tristeza singular, aunq su
desaparición me reveló, por primera vez, q jamás le había dicho q lo quería. El
sentimiento de culpabilidad brotó en mí repentinamente y de mi alma,
corroyéndola, se apoderó una sensación de enorme mezquindad y de gran ocasión
desperdiciada q se acrecentó aún más durante su réquiem y más tarde en el
camposanto dónde, incapaz de dibujar en mi rostro la más ínfima muestra de
dolor, empecé a sentir clavadas en mí las gélidas y nada compasivas miradas de los
allí presentes. Recuerdo con milagrosa memoria dos pensamientos q, como afilados
puñales diestramente lanzados por mi cerebro, se fueron a clavar en mi pecho en
el preciso instante en q cerraron su tumba. Uno, q Dolores me dejara para
siempre horrorizada por la impía frialdad con q despedía a mi difunto padre;
otro, q el muerto saliera de su tumba, la noche menos pensada, para oírme decirle,
una vez al menos: "te quiero papá". Pero se disiparon en cuanto
Dolores se abrazó a mí envuelta en una humedad lacrimosa, como si quisiera
infundirme su dolor, más buscando mi amparo que procurando ser mi consuelo.
Al salir del cementerio, mamá se acercó a darme
el pésame. Dolores aún sollozaba en mi hombro y ni siquiera reparó en ello (cualquiera
hubiera dicho q se trataba de su padre,
y no del mío, aquel finado q dejábamos detrás), nos dimos dos besos y no volví
a saber de ella hasta ese lunes con el q empezaba este relato.
La
muerte de papá me ofreció la ansiada libertad, la anhelada independencia y una
nada desdeñable fortuna, gracias a la cual vivimos cómodamente en la actualidad
mi mujer y yo. En la editorial se hicieron cargo del triste suceso y me
acompañaban en la pena q sin duda me embargaba. Aquel viejo amigo de mi padre q
ahora era mi jefe
-junto con las condolencias q no quiso hacerme llegar
durante el sepelio como muestra, según sus propias palabras, de profundo
respeto hacia mi pérdida-, insistió en ofrecerme una semana de vacaciones q
habían de servir para mitigar mi dolor y q hube de aceptar ante el temor de que
regresara la desagradable sensación de sentirme observado que se apoderó de mí
en el cementerio. La aproveché para irme a esquiar a Avoriaz, en los Alpes
franceses -sin Lola, quien a pesar de mostrarse siempre reticente a q me
marchara solo, aceptó esta vez con un semblante de comprensión y aliento q hasta
entonces me era desconocido-, porq estaba seguro de q mi padre, q nada había
detestado tanto en vida como el frío, no vendría a buscar allí su " te
quiero".

A mi
regreso conocí a la Dolores
más tierna y solícita. Nos instalamos en la habitación q fuera de papá, aunq
dormimos en un hotel cercano, y con la luz siempre encendida, hasta q el
decorador acabó las reformas encargadas con el fin de obtener una vivienda a nuestro gusto y sin
resquicio alguno de su anterior morador. Sólo yo sabía q no era sino una
argucia para retrasar el momento q tanto me aterraba. Cuando el decorador acabó
antes de lo previsto, cosa del todo inusual, volví al que había sido y era mi
hogar y seguí con la costumbre de dormir con la luz encendida (lo q para mí era
equivalía a no dormir en absoluto) e incluso hacíamos el amor bajo la luz
artificial, venciendo el candor de mi esposa, pretextando el deleite q contemplar
sus carnes me producía.
Aquello
concluyó una noche en q, agotado por las maratonianas jornadas de trabajo q me
imponía y tras varios meses de ininterrumpido insomnio, apagué irreflexivamente
la luz y me entregué a un sueño profundo y largo –tan largo q incluso llegué
tarde a la editorial a la mañana siguiente- q disipó de una vez por todas mis
miedos y acallaron por siempre aquella voz de ultratumba q, en el silencio de
la madrugada, me susurraban " me
moriré pronto".
Aquel
lunes, cuando en el metro Lola conoció por fin a mi madre, me pareció q era la primera
vez en siglos q mi mente volvía a poblarse de fantasmas. Porq, después de tanto
tiempo sin noticias suyas, mi madre se me apareció como un espectro olvidado q
viniera a perturbar la paz, alegría y quietud q respiraba mi hogar. Desde
luego, el término, relacionado con mi madre, no tenía connotaciones de miedo o
terror, pero una cierta ansiedad, algo molesto, inoportuno, inesperado, sacudió
todos mis sentidos cuando oí, en labios de mi amada, no un “¿q tal cariño?” o un “si q vienes tarde
hoy” sino aquel escueto y brusco “he conocido a tu madre”.
Esa
sensación incómoda q recorría todo mi ser, y q yo tomé como un mal presagio (ya
habrán notado q soy algo dado a la superstición, sin duda debido a la sangre andaluza q corre por mis venas: mamá
es una sevillana malaje y mi abuela una salerosa utrerana), se acrecentó a
medida que Dolores me narraba cómo había transcurrido el fortuito encuentro con
mi, hasta entonces, postergada madre.
Había
sido en el metro. Dolores volvía de la facultad, donde cursaba el último año de
derecho, como cada tarde. En el vagón no había asientos libres, pero tampoco eran
muchos los que viajaban de pie. Mi madre estaba en el pasillo, apoyando su
espalda en una de esas barras metálicas, sujetándose a la misma con una mano
por encima de su cabeza y probablemente tratando de leer, a pesar del vaivén
del vagón, alguna novela folletinesca a las q era aficionada . Se miraron como
si ambas creyeran reconocerse, pero sin
atreverse a mediar palabra, convencidas ambas de haberse visto con anterioridad
en alguna otra ocasión.
Al
llegar a la estación de Lesseps el metro se detuvo bruscamente -sin q llegaran
luego a conocer el motivo del repentino frenazo- y, mi mujer, q estaba apoyada
al final del vagón salió impelida hacia mi madre con tal fuerza q acabaron las
dos en el suelo. Superado el susto inicial y comprobado el buen estado de
ambas, Dolores la ayudó a incorporarse y le tendió el libro q había perdido en
la caída. En el recibo bancario q mi madre muy probablemente usaba como punto
de libro pudo leer fugazmente su nombre y comprender finalmente q aquella
menuda mujer entrada en años era su suegra.
El feliz encuentro se trasladó a un café,
donde se pusieron al día y trazaron preocupantes planes de futuro. Dolores
debió excusarse en mi nombre por el hecho de no haberla invitado a nuestra boda
y aprovecharon, sin duda, para criticarme en simpática comunión por mi
hosquedad, terquedad y total desapego. Se descubrieron afines y cómplices y la
reunión acabó con la concreción de una próxima visita con motivo de la ya
cercana onomástica de mi madre. Mamá tuvo incluso la precaución de anotarle su
dirección no fuera el caso de q su bien amado hijo la hubiera olvidado.
Lola
me ponderó durante más de una hora las excelencias de mi madre: su innata y
graciosa simpatía acrecentada sin duda por su no del todo perdido deje andaluz,
la infinita alegría q iluminaba su aún hermoso rostro ante la idea del
inminente rencuentro con su único y estimadísimo hijo, junto con las ganas e
ilusión q le hacía por fin conocer a algunos de los miembros de mi familia
materna –de hecho la única familia q me quedaba ya-.
La cita era ese mismo sábado. A las
ocho. Así Dolores podía ayudar a mi madre en los preparativos de la cena y yo
fundirme con el resto de los asistentes y dejar q el hielo fuera deshaciéndose fluida
y paulatinamente.
-Sí, como dos peces de hielo en un güisqui on the rocks-,
pensé.

No podía negarme y, si
podía, de repente me encontraba extremadamente cansado y completamente aturdido para hacerlo.
Apenas acerté a mascullar un par de pretextos poco creíbles q Lola desechó de inmediato.
Era incapaz de recordar el motivo de la última disputa con mamá, sin duda había
sido por algo banal y fútil q no merecía la pena ser conservado en la memoria. En todo caso -
quizás era el tiempo transcurrido, quizás lo mal acostumbrado q estaba yo a no
salir del maravilloso mundo creado junto a Dolores - no tenía deseo alguno de
volver a ver a mamá. No veía el motivo -a parte del meramente sanguíneo- para
restablecer una relación q a la fuerza, como demostraba la experiencia,
volvería a ser tensa. No me apetecía lo más mínimo compartir una velada con mis
familiares -más bien con los de mamá q a parte de a la abuela pensaba invitar a
mi tío Juan, al q yo había visto en contadísimas ocasiones y con el q no tenía
ningún tipo de afinidad, y a unas primas solteronas suyas q, casualmente,
habían venido del pueblo y estaban instaladas en su casa y de las q no poseía
yo sino un muy vago recuerdo- y, además, no veía con buenos ojos la posibilidad
de q empezara a edificarse una sólida amistad entre suegra y nuera q acabara
por convertir en consuetudinarias las futuras visitas a mamá.
Los días anteriores a ese sábado se
me hicieron eternos pese a q transcurrieron en un suspiro. El fantasma de mi
madre no dejó de perseguirme y acosarme ni un solo segundo. Sin saber bien por
qué me atenazaba la vergonzante certeza de sentirme completamente ridículo cuando
volviera a abrazar a mamá después de tanto tiempo. Yo lo atribuía, quizá
erróneamente, a una mera cuestión de orgullo, a un cierto sentido de aceptación
de una derrota. Buscaba continuamente entre mis recuerdos los restos del
naufragio de un amor q me empeñaba en no reconocer: alguna palabra tierna,
alguna caricia lejana, algún momento de dulzura q sin duda habían existido en
medio de un mar de crispación. Y, cuando al llegar a casa corría a refugiarme
en el regazo de Dolores, como buscando un escondrijo entre las curvas de su
cuerpo q me hiciera burlar el inevitable destino, ella me lo negaba: me hablaba
del vestido que luciría, de su cita en la peluquería la misma mañana del sábado
para presentarse bien guapa, y me recordaba a todas horas lo poco detallista q
era, pues ni la había invitado a la boda ni era capaz de memorizar las fechas
señaladas y le había delegado a ella la adquisición del regalo con el q bajo el
brazo nos presentaríamos ante mi madre.
Lo
peor volvían a ser las noches. Ahora, en la ignota oscuridad de la habitación,
sólo acompañado por la acompasada y tranquila respiración de Lola me enfrentaba
en mis pesadillas de duermevela, al momento en q pronunciara torpemente un "te
quiero mamá". Y decubría asustado como mis labios permanecían sellados
ante la innegable evidencia de q aquella escueta frase tampoco nunca había sido
antes pronunciada. Y, pensar en Dolores, arrebujada y enroscada a mi lado, debía
sentirse afortunada por ser la única persona a quién yo le había manifestado,
alguna vez (de hecho muchas, infinitas veces), mi amor con palabras, no
disipaba en modo alguno mi desazón.
Por
alguna razón que no conseguía explicarme o q simplemente no conocía, no me
sentía en la predisposición de volver a ejercer el papel de hijo. El sábado
tendría q fingir ser el actor q interpreta el papel en una representación q obviaba
todo lo ocurrido con anterioridad entre mi madre y yo: me parecía todo una
hipocresía por parte de ambos, un montaje huero en el q el protagonista de la
función se cargaría la obra cuando, en el momento culminante de su actuación,
se descubriera a sí mismo del todo incapaz de declamar con convicción aquel “te
quiero, mamá” con el q se bajaría el telón.
Y, a
la vez y entremezclado con estos pesares, también en mi interior empezaba a
burbujear, como en tenue ebullición algo parecido a una dicha sorda y apagada. De
repente ansiaba decirle a mi madre,
brusca y torpemente, q la quería. Y ya está. Sin más. Antes de q otra vez fuera
demasiado tarde. No quería ni verme obligado a visitarla periódicamente para
contarle lo bien q me trataba la vida, ni lo mucho q me colmaba mi trabajo o lo
muy feliz q era en mi matrimonio, ni anunciarle -tal vez muy pronto- q iba a
hacerla abuela. Nada de eso. Pero en mi
interior crecía un irrefrenable, desconocido e incomprensible deseo de
exteriorizarle, a pesar de todo, mis sentimientos.
Todas, absolutamente todas
las noches de aquella semana, en los escasos y breves momentos q Morfeo tenía a
bien tomarme entre sus brazos, yo soñaba con mamá.
Soñaba
q llegaba ante su puerta y llamaba al timbre. Ese timbre de majestuosa
sonoridad de los pisos antiguos. Ella me abría y entonces, antes de q pudiera
contemplar la sorpresa q su rostro envejecido me causaba la abrazaba larga y
cariñosamente, le susurraba al oído un "Te quiero, mamá " sincero y
entrecortado para luego huir hacia el comedor –q presidía aquel viejo reloj de
pie, cuyas horas y cuartos podía oir incluso dormido y q encerraba todos los
miedos de mi infancia- por el largo pasillo al final del cual despertaba.
Pero
si mis reflexiones, mi actitud y hasta mis sueños eran inconexos y hasta cierto
punto molestos, lo q más me importunaba
era la alegría q la cercana celebración del santo de mamá causaba en mi Lola.
Por supuesto, yo disimulaba la exasperación q, en la soledad de mis tormentos,
de los q no hablaba nunca con ella, me causaba su contento. Ella tenía unas
ganas inmensas de q llegara la noche del sábado y de conocer a aquellos
familiares míos q –excepción hecha de mi abuela- yo tenía por remotos. Además
hablaba de mamá como si en aquella única conversación q habían mantenido
hubiera llegado a conocerla mejor q yo y descubierto unas virtudes por mí
ignoradas.
Me
parecía del todo incongruente y me indignaba sobremanera el hecho de q en tres
años (algo menos si tenemos en cuenta el
día del sepelio de papá) apenas hubiera pensado en mamá y q ahora, en cambio, no
pudiera echarla ni por un momento de mi mente. Recuerdo q su presencia llegó a
hacerse tan tangible en mi cerebro q acabé deseando fervientemente q llegara el
dichoso sábado para poder recobrar así una parte, si no todo, de mi extraviado
libre albedrío.
Así
pasé la semana. Y llegó el sábado: demasiado pronto o excesivamente tarde; al
cabo de una creciente inquietud. Pero llegó. Me sorprendió solo en la cama al
mediodía. Había dormido, por fin, profundamente y muchas más horas de lo q en
mí era habitual. Cuando me recobré de la parcial ceguera q me provocaba la luz
que entraba por la ventana encontré una nota de Lola en la q me anunciaba q estaba
en la peluquería y me instaba a preparar algo ligero para el almuerzo. El
apunte concluía con un “te quiero”.
Me
quedé un buen rato en la cama, fumando y tratando de no pensar en nada. Sentía
un ligero malestar q achaqué a la cena o a un exceso de sueño. Sabía que si me
dejaba arrastrar por los pensamientos q me acechaban sobre el rencuentro con mi
madre lo convertiría en un malestar pesado. Pero por primera vez en más tiempo del
q era capaz de recordar conseguí mantener mi mente en blanco.
Para
comer hice macarrones, algo fácil aunq no ligero, según juzgó mi mujer. Tuve q
comérmelos casi todos yo porque Lolita pretextó encontrarlos muy salados.
Pasó
la tarde engalanándose mientras yo dormiteaba delante del televisor contestando
q sí con la cabeza a las preguntas que me formulaba o repitiendo ajeno un
simple "bien" a todo cuanto requería mi aprobación. Todos mis
esfuerzos se centraron en no pensar así q, cuando hacia las siete me duché, me
enjaboné el cuerpo con champú y la cabeza con gel de baño, de modo que hube de
repetir la operación.
A
las siete y media yo esperaba ya arreglado en el recibidor y me distraía
burlonamente en contemplar las constantes idas y venidas de Dolores en busca de
sus zapatos, de su abrigo, de su bolso o de sus llaves. Inconclusas acciones
todas q interrumpía para retocarse el pelo ante el espejo por enésima vez –por
más que apenas unas horas antes había vuelto de la peluquería con un precioso
recogido q se mantenía intacto-, para comprobar q sus carnosos labios seguían
correctamente pintados o q la cantidad de colorete esparcido por sus mejillas
era la idónea.
Cuando
por fin me puse al volante de mi coche -quizás por la penumbra del garaje o por
la prematura nocturnidad de la ciudad en aquella tarde de otoño- me sentí
atenazado por una creciente sensación de inseguridad.
Conduje
maquinal y distraídamente hasta los aledaños del domicilio de mi madre sin q me
percatara de ello, absorto en no sé q qué pensamientos. Inopinadamente
encontramos sin dificultad un lugar donde dejar el auto q Lola me indicó
rompiendo el silencio y devolviéndome a la realidad.
Al
llegar a la portería del inmueble de mamá y llamar al timbre del interfono no
nos hizo falta presentarnos como Pablo y Dolores porq la voz metálica de mamá nos
arrojó un “ya os abro” q precedió al zumbido q hizo la puerta al entreabrirse.
En
el ascensor estuve a punto de orinarme, quién sabe si porq estaba hecho un
manojo de nervios o porq la cabina estaba impregnada del inconfundible olor a
perfume barato de la prima Adela. A duras penas conseguí q todo se limitara a
una diminuta mancha amarilla en mi calzoncillo.
Mi
madre nos esperaba en la puerta. Nos abrazamos, dos besos, lágrimas contenidas:
todo muy natural. Mis miedos se disiparon al instante: mamá no era el fantasma
creado por mi imaginación rocambolesca, incluso estaba más engalanada y
resplandeciente que Lolita, q ya era decir. No me recriminó el largo tiempo de
mutismo. Se mostraba contentísima sin artificios. Parecía que fuéramos la madre
y el hijo ejemplares, unidos desde siempre por lazos de un cariño
inquebrantable. Yo ni pude pensar que hubiera algo de hipocresía en nuestras
actitudes pues de inmediato me sentí relajado y distendido, perfecto dominador
de una situación a la q horas antes no me hubiera creído capaz de enfrentarme y
de un modo con el q no me hubiera permitido soñar.
Me
sorprendió q todos los invitados hubieran llegado ya (entre ellos, por
supuesto, la prima Adela y el peculiar aroma q exhalaba y q momentos antes había
reconocido en el ascensor). Cuando les hube presentado a mi mujer, la abuela
quizá recordando mis travesuras infantiles, bromeó -¡Dolores tenía q llamarse la que se casara
contigo!
La
cena resultó deliciosa, especialmente el conejo -q sospeché q había preparado
la abuela pues nunca había destacado mi madre por sus dotes culinarias- del q
dimos buena cuenta regándolo con
abundante vino y discurrió en un ambiente cordial y alegre, muy de cena
familiar navideña.
Cuando
ya nadie pudo repetir del suculento guiso de conejo llegó el cava y un momento
después el pastel. Mientras la abuela servía las porciones – y ocultaba yo la
decepción q me produjo ver q los mejores trozos recaían en esta ocasión en
Dolores y en mi madre- mi tío y sus
primas hicieron entrega de los regalos a la anfitriona. El nuestro –el q compró mi mujer-, soy incapaz de
decir en q consistía. Los fue abriendo con sumo cuidado repitiendo cada vez la
cantinela aquella del "¿qué será, será…?": un fular (tal vez una
bufanda), un collar (o una pulsera) con unos pendientes a juego, un bolso
(quizás un kit de maquillaje), etcétera.
Siguieron
los licores y, los hombres, fea costumbre en nosotros, iniciamos una discusión
política q se trasladó luego al ámbito de los deportes y q degeneró más tarde en cualquier otro tema banal; mientras ellas hablaban
a su vez de sus cosas, supongo. Cuando tanto unos como otros languidecíamos en
nuestras respectivas conversaciones y parecían agotados todos los temas se
produjo un silencio denso de humo de cigarrillos y vapores alcohólicos. Para
entonces la abuela ya dormiteaba en un sillón orejero, lo que alguien lamentó pues
podía haber amenizado la velada con sus inacabables chistes y chascarrillos.
Supuse
entonces q alguien –tal vez el tío Juan, q tampoco andaba exento de gracia
contando sus chanzas- se arrancaría con alguna anécdota picante. Pero me equivoqué
de medio a medio porq fue la prima Adela quien instó a su marido -q si mal no
recuerdo se llama Cristóbal, a q contara aquella historia tan curiosa y escalofriante
q tenía a su abuela por protagonista.
- No
sé si me creeréis, pero yo os juro que es cierto - empezó diciendo - y aquí
está mi mujer para confirmarlo. – Y no necesitó más para q el silencio con el q
todos lo escuchábamos se pudiera cortar. -Estábamos durmiendo como cada noche y
como es lógico a esas. Debían ser las tres o las cuatro. Era tarde, pero no sé
la hora con exactitud. Yo me desperté inquieto. Mirad -dijo mostrando su
antebrazo- sólo con pensar en lo q voy a decir se me eriza el vello . Tan
pronto abrí los ojos me encontré con la figura de mi abuelita, a la q todos
llamaban Consuelito. Algunos la recordareis. Escuálida, pero a la vez llena de vitalidad, casi
diría q –hizo una pausa- feliz. Iba vestida con un camisón rosa. Andaba muy despacio,
como con la mirada perdida. Pasó por delante de mí, junto a los pies de la cama,
me miró, me sonrió creo, y cuando hubo cruzado la habitación… se desvaneció. Sin
saber si lo que acababa de ver era cierto o no, desperté a mi mujer y le conté atropelladamente
lo q acababa de sucederme, lo q había visto.
-
Estaba empapado en sudor –prosiguió su mujer- y temblaba como un crío asustado.
Tenía la frente fría como un carámbano.
Fue
ella quien, tras otro silencio en el q el resto apenas si pestañeamos y después
de humedecerse los labios con el cava, acabó aquella historia que erizó también
mi vello. El de mi brazo y el de mi espalda: el de todo mi cuerpo.
-A
la mañana siguiente, muy temprano, nos llamó su hermana desde Algodonales. Tan
pronto como cogí el teléfono y oí su voz supe lo q había ocurrido. Le tendí el
teléfono a Cristóbal q al cogerlo puso ojos de intuir el fatal acontecimiento:
su abuela había muerto. Su hermana le dijo entre sollozos: -Tenías que haber
visto lo guapa que estaba anoche con su camisón rosa.
En
el preciso y justo instante en q
concluyó aquella narración escalofriante, un libro dejó el estante q ocupaba
para estrellarse contra el suelo. El susto fue mayúsculo y general. Enseguida
mamá bromeó sobre los espíritus de su mansión encantada q acababan de
despertarse. Si aquel relato no le había parecido a alguien lo suficientemente
aterrador, si la caída de aquel libro desde el anaquel en el q mansamente
reposaba instantes antes y al q nadie se había acercado no era lo bastante
misteriosa, las doce campanadas de la medianoche sonaron en el viejo carillón del
comedor justo cuando mamá se levantó para recogerlo y comprobar q se trataba
del ejemplar número ocho de la colección
Pepe
Carvalho -el detective creado por Vázquez Montalbán-, el que precisamente
lleva por título
Historias de Fantasmas, dictaminando
con cada tañido q acabábamos de presenciar lo más parecido a una manifestación
de lo paranormal.
Al
cabo de un momento, el tío Juan, con buen juicio y sin duda para tranquilizarme
– yo debía estar lívido en medio de aquel silencio en el q todos nos mirábamos
sin encontrar qué decir-, explicó aquello atribuyéndolo en parte a la
casualidad y en parte a q el piso fuera un entresuelo y a q, dada su proximidad
al garaje excavado debajo, sus paredes eran susceptibles de recibir las
vibraciones provocadas por la puerta abatible del mismo al cerrarse con
violencia.
Pero nadie pareció
convencerse de su explicación ni yo pude apagar mis miedos q se acrecentaron
con otras narraciones -éstas supuestamente ficticias-, parecidas a la de la
prima Adela y su marido, con q los demás invitados animaron la noche.
Yo
hacía lo posible (y lo imposible también) por no escucharlas -algunas ya las había
oído con anterioridad-, pero la curiosidad indefectiblemente acababa
venciéndome. Con la frente perlada de un sudor amarillo y helado, con la piel
de gallina y un sinfín de escalofríos paseándose por mi espina dorsal,
rememoraba los miedos inmediatamente posteriores a la muerte de papá –q era un
entusiasta lector de Pepe Carvalho, q
había comprado aquella casa y había vivido en ella con su mujer y su hijo, q le
había regalado a mi madre aquel maldito reloj con carillón q en mi infancia
llenaba mis noches de canguelos y q por tanto, creía yo, era muy capaz de venir
allí, aquella noche, a buscarme- con cada una de aquellas historias. Pero nadie
pareció percatarse de mi estado: tal vez los demás no estuvieran menos
asustados.
No
sé cuántas fueron ni cuánto duraron aquellas narraciones de fenómenos extraños,
almas en pena y leyendas macabras. Sólo sé q cuando el tío Juan se levantó,
diciendo que había llegado el momento de retirarse, yo hice lo propio
vislumbrando el final de aquella tortura de la q, sin embargo, todos fingíamos
haber gozado de un modo u otro. Mamá no aceptó q Dolores se quedara a ayudar a
recoger aquel desorden que yacía sobre el mantel, con lo q no tuvimos q
demorarnos más en aquel lugar, a mis ojos, del todo inhóspito. Ni siquiera me
despedí de la abuela q seguía durmiendo en el sillón con la boca abierta.
Ya
en la galería, quizá recordando los muchos temores de mi infancia, mamá,
jocosa, me dijo:
- Q duermas con los
angelitos y no con los fantasmas.
Ambos
sabíamos a ciencia cierta q aquella noche no conseguiría conciliar el sueño.
Yo, seguido por Lola e iniciando ya el descenso, esta vez por las escaleras pues tratándose de un entresuelo no
merecía la pena esperar al ascensor (si al subir lo hice, fue sólo por retrasar
el temido momento de hallarme frente a mi olvidada madre), pronuncié aquellas
últimas palabras, a medio trecho del rellano, para defenderme de la burla y para
tratar de convencerme a mi mismo y q precedieron a mi aparatosa caída escalones
abajo.
- Sabes muy bien q no creo en esas tonterías.
Mamá
y Dolores se rieron de mi torpeza con unas carcajadas grotescas q debieron
estar a punto de despertar malhumorado a algún vecino. No sé cual de las dos,
cuando pudieron al fin apagar sus risotadas, dijo:
- Eso te pasa por burlarte de los espíritus. -
Y volvieron a reírse quedamente haciendo caso omiso a mis primeras quejas de
dolor.
La
mañana del domingo desperté en la
Clínica del Pilar con la pierna derecha enyesada colgando de
un extraño artilugio de hierro y poleas. Pese a mi evidente mal humor, Lolita
seguía atribuyendo mi desgraciado accidente a los fantasmas de los q me había
burlado, mostrándose más divertida cuanto más notorio hacía yo mi enfado. Hacia
el mediodía bajó a comprar flores acompañada por mi madre; según ellas para q soportara
mejor el olor a esterilidad de mi blanca e impoluta habitación. Allí, en el
mejor de los casos, pasaría los siete días siguientes. Al poco de regresar con
las flores, q eran tan bonitas como escaso su aroma, llegó mi cuñada Socorro
cuya simpatía por mí mostraba siempre sin mesura.
Tras
interesarse por mi salud y por los detalles de mi desafortunado accidente, del
q se había enterado por mi Lolita, me dijo:
-Te he traído un regalo. Como
sé q te gusta leer... Para q estés entretenido estos días.
No
quise ver -porq ella no es aficionada a ese tipo de bromas- una complicidad de
pésimo gusto con su hermana. Aún hoy me niego a creer q Dolores quisiera llevar hasta tal extremo aquella burla.
También en la mediación de una mano de ultratumba: allí sedado había olvidado
mis miedos de la noche anterior. Por lo tanto me limité a agradecerle el
detalle cuando, ya deshecho el vistoso papel q lo envolvía, descubrí q el
paquetito en cuestión contenía un libro y q no era otro q Historias de fantasmas de Manuel
Vázquez Montalbán.
No
lo leí, por supuesto. Lo utilicé para encender la chimenea tan pronto recibí el
alta médica, como hubiera hecho el mismísimo
Pepe Carvalho.