jueves, 29 de septiembre de 2011

Ha llegado el otoño


      Ha llegado el otoño. Quién lo diría contemplando desde mi ventana el bosque aún huérfano  de sus ocres y pajizos colores. Quién, viendo las imágenes, de un telediario cualquiera (otra vez cada cual allá con sus filiaciones),  de playas a medio aforo , heterodoxo melting pot  compuesto a partes iguales por turistas rezagados, desocupados desesperanzados sin otra obligación que pasar no ya los lunes sino toda la semana al sol (y que dure esta bonanza) y abuelitos  achacosos quejumbrosos de unas pensiones que hijos y nietos habrán de envidiar.

     Ha llegado el otoño. Y no sólo a El Corte Inglés. Me asomo al balcón a contemplar el vuelo de las últimas golondrinas, con esa inquietud (¿propia de la edad?) por saber cuándo llegará el frío. “No se lo comerán los lobos” _ hablando del frío_  solía soltar mi abuelo cuando aún no había oído yo (nosotros, todos) hablar de Cambio Climático: los casquetes, aunque  polares,  seguían siendo imaginarios, tal era la gélida indiferencia que mostraban ellas hacia los de mi sexo (V de varón, a secas,  rezaba entonces mi DNI); y los días, como éstos, eran extrañamente cálidos.

     Ha llegado el otoño. Aún no se arremolinan, para amontonarse al cabo,  las hojas caducas ni se acumula mi cabello en los desagües. Aún no peino canas, pero ya me arrugo en más de una situación.  Bodas y funerales, bautizos y divorcios, empiezan a ir a la par. Aún dicen que soy joven: le han hecho un lifting a la expresión y así, de la misma manera que crece la esperanza de vida y se surca mi frente con los recuerdos de otros otoños, menguan las mías en la vida.

     Ha llegado el otoño. Así, como el q no quiere la cosa (y no, no la quieres).  Alguien te dice entonces: “Te has engordado” o  “Te veo cambiado” o  “Deberías  empezar a cuidarte”.  Lo hace con una extraña entonación a medio camino entre la afirmación y la interrogación q recuerda a ese primer silbido del viento q presagia un cambio de estación. Pero se trata de un cambio de tren. Un tren q no espera _ni esperas_,  y al q subes apesarado y remolón, y a pesar de ello sin titubeos, vestido con tu traje gris de los domingos _pocos_  con el q aún te ves como uno de esos galanes extemporáneos de alguna película en blanco y negro cuyo final (el destino, tú destino; la película, tú película) no se intuye feliz.


     Ha llegado el otoño. El otoño, (todavía) dorado, en el firmamento del cual me reconforta  aún el vuelo caprichoso  de las últimas golondrinas q garabatean el aire como las primeras arrugas la firmeza de mi piel. Y con él  (al tiempo q vislumbro el otoñal horizonte de mi frente_ tan cerca y tan lejos_  en el reflejo de la balconera tras la q se recortan ante mí infinitos macizos montañosos), siento menguar, como lo hacen los días, los latidos de un corazón q no alberga otra emoción que la q le suscita nuestra próxima e ineludible cita con el urólogo.
    (Me) Ha llegado el otoño.