jueves, 27 de junio de 2013

Con los suyos

Durante las postreras semanas sus pensamientos habían constituido su principal, si no su única, tortura. No la extenuante fatiga, ni la constante e infinita hambruna, ni siquiera el obsesivo y exasperante deseo de supervivencia al q desesperado se aferrara desde q su unidad entablara los primeros combates. Éstas habían de ser sus segundas navidades lejos de casa.
En los últimos meses el frente lo había acercado inexorable de vuelta a su pueblo, a su casa, a su hogar. A Blanca: su amada esposa. A Pol: el hijo al q aún no conocía. A su madre Roser: auténtico pal de paller de la familia. Y a su hermano Antoni: travieso, juguetón y perennemente risueño.
Temblando de frío entre aquellas mantas roídas infestadas de piojos y liendres – en el improvisado campamento q constituían las ruinas del Mas d’en Curto, a escasamente doce kilómetros de su pueblo-  en todos ellos pensaba abstrayéndose de su propio sufrimiento, venciendo el castañear de sus dientes con una escasa y desdibujada sonrisa hasta q, sin ser plenamente consciente, su mano se deslizó en el interior de su casaca para extraer del bolsillo el trozo de tela blanca q desde hacía unos días guardaba celoso como un tesoro y q acunó con ternura entre sus manos como si de su propio hijo se tratara.
Las respiraciones de sus compañeros –algunos de ellos convertidos ya en  verdaderos amigos-, en aquella lúgubre y sombría estancia (un pequeño salón, tal vez un rincón convertido en  biblioteca: imposible de determinar dado el ruinoso estado de destrucción al q los estragos de la guerra lo habían reducido), denotaban un profundo sueño.
Acompasando aquella salmodia de bufidos se despojó de su escasa manta y se incorporó con sumo cuidado para calzarse las botas en la oscuridad de la noche. Fuera, a través del desposeído cristal del ventanuco, la luna creciente de diciembre apenas era un débil espectro en un amenazante mar de tenebrosos nubarrones. Caminó casi a tientas hasta ganar la puerta entreabierta y respirar el gélido aire q inundó sus pulmones con el aroma a ceniza de las casi extintas fogatas cuyos tenues rescoldos hacían bailar las incontables pilas fantasmagóricas formadas por los mauser –algunos aún calados con sus respectivas bayonetas- erguidos cual estructura de tipi desprovista de pieles.
Pero no cogió el suyo y prefirió una ramita de olivo rescatada de las pocas brasas q habría de servirle, llegado el caso, para anudar aquel pequeño retal de tela blanca q constituía su más preciada pertenencia y rendirse al enemigo.
-No soy un cobarde –balbució para sus adentros- y aún menos un desertor.

Se alejó con fingida despreocupación de los arruinados muros q a duras penas se sostenían aún y entre los q, por unos días, había encontrado cierto cobijo como si tan sólo saliera a aliviarse y se encontró con inusitada facilidad en el linde del bosque q rodeaba la masía. Allí se detuvo vacilante: quería volver la vista atrás, asegurarse de q nadie lo hubiera visto; pero se sentía atenazado por una fuerza desconocida q lo inmovilizaba impidiéndole el menor gesto, negándole toda voluntad. Fue la voz de Jaume el valenciano la q venció su inmovilidad.
-¿A dónde coño vas? ¿Qué cojones haces?

Cuando se volvió con ingente esfuerzo, disimulando un incipiente temblor,  hacia el lugar de donde provenía la voz del centinela, con la absoluta certeza de q no sería capaz de articular palabra alguna, y sus espantados ojos enfrentaron los de su compañero, descubrió atónito q el miedo también se había instalado en la mirada del otro.
-No,-dijo de nuevo antes de q ni siquiera pudiera pensar algo mínimamente convincente- no quiero saberlo. Suerte.

-Y feliz navidad –añadió aún al tiempo q volvió sobre sus pasos alejándose, prosiguiendo su ronda hasta q lo engulló la noche.


Sólo entonces, recuperado el vigor y el aplomo, se adentró en la oscuridad tenebrosa de aquel bosque q conocía tan bien como la palma de su mano –aquella con la q su madre, siendo él niño, recorría con la punta de su índice suavemente, siguiendo la línea de la vida, augurándole una larga, próspera y feliz-, o como las escasas calles de su pueblo por las q tantas veces había correteado persiguiendo un aro de metal cuesta abajo o destrozando zapatos pateando una improvisada pelota de trapo-, o como los rincones de la plaza de la iglesia donde una mañana se encontró ante Blanca y la miró con sus ojos nuevos como si nunca antes la hubiera visto.
Caminó al principio cauteloso e inseguro, sorteando matojos, reconociendo el terreno y evitando todo ruido. A medida q sus ojos se acostumbraron del todo a la oscuridad de aquella espesura su sentido de la orientación se agudizó y empezó a identificar  árboles q para él tenían nombre, riscos cuyas formas le eran conocidas, inexistentes senderos invisibles para los ojos extranjeros en aquellos parajes.  
Muy pronto pudo acelerar el paso para precipitarse al fin en una desaforada carrera por el camino q conducía al cementerio del pueblo. Corrió hasta q el palomar del Mas se fundió entre la silueta de aquellas colinas pedregosas e inaccesibles q dominaban el lugar y el campanario de la iglesia se dibujó con claridad en el horizonte.
Penetró entonces de nuevo en la espesura boscosa y reanudó su prudencial andar hasta ganar el linde desde el q se divisaba ya el camposanto y una de las entradas del pueblo del q ya sólo lo separaban unos cuantos terrenos de cultivo abandonados y tomados por las malas hierbas. Allí se dejó caer de espaldas contra el tronco de un pino, sacó el petate de su casaca, lió un cigarrillo y lo chiscó con dificultad.
Hubo de hacer un esfuerzo ingente para no dejarse vencer por un violento acceso de tos. Exhaló con dificultad el humo al tiempo q sintió una agradable y mareante sensación de abandono. Esperaría hasta poco antes del alba pues era el momento, como bien repetía siempre el teniente, más propicio para hacer una incursión.
Antes del amanecer estaría en casa. Con los suyos: para celebrar la Nochebuena. Agarrado a este pensamiento como un náufrago a un madero se dejó mecer por el duermevela.
Blanca vestía la ropa de los domingos y, enfrascada en acicalarse, dejaba a su suegra la tarea de engalanar la mesa mientras el pequeño Antoni correteaba entre las sillas llevándose a la boca a hurtadillas ora una aceituna ora un trozo de fuet. Su padre, q los había dejado bastante antes del inicio del conflicto, blasfemaba sin piedad, ya con un vaso de vino perennemente lleno en su mano culpando de aquel innecesario e injustificado dispendio a su esposa. Pero más tarde, solemne y ufano, trinchaba y servía el capón y rellenaba alegre y sin cesa las copas, incluyendo esa noche la del pequeño Antoni.
Poco antes de la madrugada, los villancicos se interrumpieron con la llegada de sus primos y sobrinos con la abuela Consòl dispuesta a encabezar la procesión familiar hasta la iglesia para asistir  a la misa del gallo.
De vuelta a casa Antoni, cuyas traviesas correrías y sus pequeños excesos con el vino habían dejado postrado bajo una manta dormido junto al lar, apenas despierto por la barahúnda del regreso, mostró su evidente enojo por no haber asistido –tampoco este año- a la misa.
Se incorporó de repente entumecido por el frío. Alzó los ojos al cielo q lentamente  se tornaba en un violáceo oscuro. Aún adormecido trastabilló al tiempo q un cometa surcó el firmamento y sintió el chasquido brusco y seco –como el de la puerta de la iglesia al cerrarla el monaguillo- de lo q le pareció una rama al quebrarse bajo el peso de sus pies. Se encontró tendido boca arriba contemplando un firmamento desprovisto de estrellas. Dibujó el lugar exacto donde se encontrarían a esa hora todas las constelaciones q conocía y, extasiado por su creación, se abandonó a la tibieza q empezaba a invadir sus miembros inertes. Sintió en su boca el cálido sabor del calostro
con q Blanca amamantaba a su hijo al cerrar los ojos y se dejó acunar por la luna  antes de q el encantamiento se desvaneciera al oír unos pasos q se acercaban y unas voces q decían:

-¡Mierda, Manel! Es el Miquel: el Miquel de los Font.

-¡Bah, éste ya está con los suyos!

martes, 13 de noviembre de 2012

El timbre




Suena el timbre y se levanta como un resorte para dirigirse hacia la puerta. Se detiene un instante y vuelve sobre sus pasos para coger el paquete de cigarrillos de encima del televisor  y llevarse uno a los labios. La primera calada le abrasa la traquea. Cuando deja q el humo abandone lentamente sus pulmones, en casi imperceptibles y entrecortadas bocanadas q se diluyen con la  inversa y proporcional celeridad con q su cerebro -acaso su corazón- se puebla de recuerdos, se siente ligeramente mareado.

La ve con aquellos todavía incipientes pechos de sus quince años asomando escasa y  tímidamente por el discreto escote de su blusa azul. Aquellos ojos marrones claros o miel, a veces casi verdes, delatándola. Su franca y blanca sonrisa acercándose a sus propios labios hasta desaparecer cuando, tumbados en aquel sofá y compartiendo un cigarrillo la interrumpe -¿de qué hablarían entonces?-  para decirle: -Dame un beso. Y ella se lo da. Su primer beso. ¿Sería el primero para ella también? ¿Por qué no se lo preguntó?

La tiene después en su regazo, desnuda de cintura para arriba, en el asiento trasero de aquel Ford Fiesta L, y en la oscuridad de aquella noche sin luna le adivina una lágrima. Sus senos redondos y firmes, su piel tersa y bronceada, las piernas interminables y la pequeña cicatriz de la rodilla. Y unos pies exquisitos. 
-Esperemos un poco más. El día de mi cumpleaños. Ya tendré diecisiete. Y no falta tanto.
      
           Aquella noche acabaron contando estrellas y lunares. Luego se hizo tarde y se vistieron apresuradamente. Ella se dejó olvidado el sujetador en el coche. Blanco con topitos rosas. Si se dedicara a buscarlo en aquellas cajas llenas de reliquias lo encontraría. Y el mechón de pelo q le dio al terminar el verano -¿cuál?- o aquella canica azul hallada en la arena de una playa desierta.
         
          La primera vez se lo lleva como un tsunami con la segunda chupada del cigarrillo. Es otro verano pero el mismo veneno. Sus padres no están aquella noche y ella lo lleva en vespino a su casa. La física riñe con la pasión y en la no del todo improvisada clase de anatomía hay más mecánica q química. Después salen desnudos a la terraza y esperan a q el cielo derrame sus semillas coruscantes sobre el mar. La lluvia se hace esperar. Cuando por fin surca el firmamento la primera estrella fugaz, entrelazan las manos y piden al unísono un deseo q –ahora lo sabe-  nunca llegará a cumplirse.
       
         Se le aparece entonces sin su larga y característica melena rubia. El cambio no le gusta pero no se lo dice. Sigue pareciéndole tremendamente atractiva. El escote se ha vuelto generoso y sus turgentes pechos parecen no poder esperar a q él los libere de su encierro. El sostén de negro encaje promete fantasías nuevas por más q conocidas. Sus cuerpos se conocen mejor q ellos mismos así q los dejan hacer y sólo interrumpen, de vez en cuando, para trazar firmes y esperanzadores planes de futuro q- eso no lo saben aún- nunca se concretarán. No es una vida en común – y no lo será- pero es una vida feliz.
       
        El timbre suena de nuevo.
-Voy. Ya voy.


            Abre la puerta mirando al suelo, recreándose en el arco q dibuja la misma al girar sobre el quicial. Se descubre contemplando el tatuaje de un sol tribal en la parte media del primoroso pie izquierdo q las sandalias abiertas dejan entrever. Sube entonces bruscamente la mirada hasta aquellos ojos almendrados -¿marrones o verdes?-  sin q por ello fugazmente tome buena cuenta de aquellas estilizadas y bien torneadas piernas, de las bien proporcionadas y generosas curvas esculpidas en el corto vestido de transparencias negras, del  pretendidamente discreto escote, de su majestuoso cuello, de sus pulposos labios enmarcando aquella su franca y nívea sonrisa.

 Obviando el tatuaje sigue siendo la hermosa niña-mujer q, muy de tanto en tanto, sigue amenizando los sueños de sus solitarias noches. Incluso vuelve a lucir la cabellera larga y suelta por debajo de los hombros, enredada a la cual creen despertar sus dedos algunas mañanas.
-Hola y… perdone, pero ¿no vive aquí…?

            Su voz. La misma voz timbrada. Con quince, con diecisiete, con veinte y ahora con treinta y tantos. Tratándole de usted. Pronunciando su nombre y sus apellidos.
-Pues… no sé. Tal vez se tratara del anterior inquilino.

            Airado, cierra bruscamente la puerta. Vuelve sobre sus pasos y se derrumba en el sofá.  Exhala una última bocanada de humo al tiempo q apaga violentamente el cigarrillo, enciende el televisor y borra el mensaje del contestador.


miércoles, 24 de octubre de 2012

Argelers diez de marzo, Andorra la Vella veintitrés de abril


Diada de Sant Jordi de dos mil once. Lunes para más señas. Casi podría decirse q despierto en la única cafetería q encuentro abierta, poco después de las nueve y media, en pleno centro de Andorra la Vella. El verdadero corazón de la ciudad, quizás, se encuentre lejos de aquí,  lejos de estas calles estrechas flanqueadas de edificios de cinco o seis plantas y surcadas de tiendas y centros comerciales, de ávidos vendedores y sus aleccionados empleados. Los bares y los comercios están cerrados, sus aparadores enjaulados esconden bajo un manto de terciopelo artículos con los que los comunes mortales ni tan siquiera soñamos: Breitling, Rolex, Cartier, Louis Vuitton. Por aquí pasean felices, fines de semana y días de guardar, en tropel, turistas consumidores de escasos recursos y pseudoricachones sin más gusto que el de la ostentación, viejos franceses compradores del Ricard q tienen prohibido, de tabaco para sus saludables nietos que ya no fuman, de españoles -todos- viejos que adquieren tabaco para sus hijos obstinados en el mal hábito, y güisqui y coñac y prótesis dentales y cristales para sus gafas.
Nadie a esta hora. Excepción hecha de algunos escolares transfigurados en  ocasionales vendedores de rosas q persiguen sin desmayo a todo aquel q, huidizo y esquivo  –como yo-, con cara de pocos amigos y/o de no haber conocido jamás el amor, acude al trabajo o simplemente busca un lugar donde guarecerse del frío y la humedad. Llovizna y la temperatura, según anuncia orgulloso en una esquina el panel cambiante de una farmacia también cerrada, es de tres grados. Bendita primavera.
Me levanté temprano –mucho antes-  para acudir a rehabilitación. Rotura con desplazamiento del quinto metacarpiano de la mano derecha, reza el informe. Tras un largo mes de inmovilización, desestimada la intervención quirúrgica, asistir religiosamente a las horas concertadas por al centro de La Massana asignado por la CASS, por aquello de la cercanía a mi actual domicilio, es la única manera q tengo de asegurarme el sustento: accident laboral.  Mi permiso de trabajo expira en una semana: prolongar la baja es la única forma de permanecer en el país legalmente.
Pero mis pensamientos están muy lejos de estas –mis verdaderas, únicas, tal vez imperantes- preocupaciones: encontrar una nueva ocupación es tan agotador como estéril.
No tengo tiempo de abrir mi libro -el desenlace del cual postergué con esfuerzo sobrehumano, no sólo el fin de semana, también la inmediata hora y media anterior a mi entrada en el bar -q he pasado entre masajes, ejercicios dedicados a fortalecer los atrofiados músculos de mi mano, corrientes eléctricas, ultrasonidos e infrarrojos. -  por sus últimas páginas cuando más presto q solícito, el camarero portugués (pitorreándose del asiduo cliente culé q, sin saludar y con un ligero mohín de enojo, tras desechar el Marca opta visiblemente disgustado por La Vanguardia y alcanza una mesa vacía y apartada) en un medianamente inteligible castellano y sin mirarme de frente, ligeramente de perfil, sin q por ello su prominente nariz llegue a encubrir del todo el cartel que detrás de él reza “En català ens entendrem” me pregunta –entiendo q es a mí- “qué será”.
-Un café con leche. Del tiempo –añado con fingido acento catalán recién llegado de Burgos-.

Once años más tarde de su publicación (y ocho después del estreno de la película de Trueba), en una cafetería de Andorra, abordo la últimas páginas de Soldados de Salamina. Mil veces recomendado por un sinfín escaso de amigos a los q ya no veo, no trato, no frecuento, seguramente ni conozco ya, y en los q no dejo de pensar mientras dura la rehabilitación/la lectura, el libro cae en mis manos. Nadia, mi fisioterapeuta, sujetando mi mano derecha lejos de la novela de Cercas exclama: -¡Es buenísimo, te encantará!-. Quince sesiones más tarde estoy a punto de descubrir cómo acaba este “relato real”.
Son apenas (encore) veinte páginas. Pero el café con leche empieza a tener sabor a chicoria de calcetín aderezada con coñac, el bar puede ser una residencia de ancianos del Maresme (donde, ahora lo sé, no sirven Somontano en los restaurantes, lo siento Roberto), Miralles puede llamarse Jaime y ser mi padre, Dijon puede muy bien ser Stockton (¿Andorra?) y a Françoise –te quiero tanto Laura- siempre podré tocarle el culo en nuestra cocina de la Catalunya Nord.

                                               ***

Estuve en Argelers, el diez de marzo: cuarenta y cinco días atrás. Con mi mujer  –Laura-, mi cuñado –Denis- y mi perra –Tess- (de buena gana hubiera escrito con mi mujer, mi perra y mi cuñado).
Esa mañana desperté en Figueres, en la soleada habitación de un hotel cuyo nombre no recuerdo, y era feliz. Feliz. Felices. Sólo - luego, un instante, un momento-  el recuerdo de su hijo, al filo de cumplir cuatro años,  q no estaba con nosotros pues el convenio de separación dictaba q ese fin de semana debía pasarlo con su padre, consiguió desenredar mis dedos (escayolados entonces) de su rubicundo pelo, desdibujar la sonrisa q trazaba con su índice ella en mi espalda, hacer desistir a nuestra chucha en su tímido intento por subirse a la cama y  compartir nuestra dicha.
Entonces, –quizás- sonó el teléfono.

Trazamos planes con mi cuñado. Visitar el Museu Dalí, llegarnos a Port Lligat, el Cap de Roses y comer en Cadaqués. Fue entonces, algo ebrios de lladoner y viura, con los cafés y el moscatell, cuando propuse –sin esperar disentimiento alguno- acercarnos a Argelers.

En la sobremesa anduve divagando sobre los retales de recuerdos, transfigurados por mi memoria, q mi padre, seguramente transfigurados por la suya, me había transmitido sin énfasis, sin premeditación, sin cronología, sin detalle y tal vez ya sin un interés u objetivo definido y claro: un recuerdo q avanza como entre trincheras y alambre de espino y sangre de muertos sin nombre y confusión y humo y un agotamiento eterno y, entonces, descubre q ya nada importa porq sólo cabe la derrota y, vencido, se bate en retirada y sin saber muy bien cómo acaba –o nace- en aquel campo: el frío, el hambre, la enfermedad, los piojos: égalité; los compañeros, los amigos, la esposa, los hermanos: fraternité; los soldados senegaleses y su inquina, el gobierno francés y sus “desvelos” por los combatientes republicanos q “aloja” en su suelo, la muerte y su promesa: liberté.
Fue ya en el sinuoso camino de la frontera, costeando viñedos que desafían a los acantilados y pugnan con las olas, atravesando pueblos calados al mar,  indigestados por la interminable sucesión de curvas mareantes como el oleaje en altamar, cuando me vino el único, preciso, verosímil y anecdótico recuerdo (mío y/o de mi padre) de cuántos “amenizaron” nuestro periplo: los panes y sus cruces.

Nos formaban en fila y a cada cuatro nos correspondía un pan. Venían éstos redondos como panes de payés pero más pequeños, con unas hendiduras en forma de cruz facilitando así (amén de un mejor, o al menos correcto, horneado) q el receptor del mismo –el primero de los cuatro a los q iba destinado- pudiese fácilmente hacer cuatro partes y repartirlo con sus tres compañeros: los situados inmediatamente detrás de éste en la fila.
Ocurría pero, y no pocas veces, q el q recibía el pan de manos de uno de aquellos negros hijos de la gran puta, hallándose en mejor situación no sólo estratégica, también física, echara a correr con el pan, como alma q lleva el diablo hasta el lugar más recóndito del campo, dejando a sus compañeros más hambrientos de lo q ya estábamos y más desolados y abatidos q furiosos.

Una lágrima, de rabia e impotencia – por fortuna, así lo pensé, yo ocupaba el asiento trasero- rodó por mi mejilla (como tantas veces -también por fortuna, claro- tantos años atrás lo hizo por la de mi padre) a nuestro paso por Portbou, imperceptible para  quiénes me acompañaban. Mi mujer y su hermano destripaban por entonces a la expareja de Denis -Tania  (portbouense de adopción), extía del hijo de Laura, exmadrina de mi hijastro y mi ¿exconcuñada?- completamente ajenos a mi monólogo sólo ligeramente etílico, la cual había desaparecido de nuestras vidas meses atrás para correr a echarse a los brazos de un fornido panadero de Vilajuïga.
En el otro bando (¿el mío?), en el q me hallaba, es decir, algo ebrio en el asiento trasero de un 308 camino de Argelers, el nombre de ese pueblo q jamás había oído, Vilajuïga, me evocó el nombre de Vila Sanjurjo y me trajo el recuerdo de “mi otro padre”.
Mi abuelo Gregorio, en realidad “sólo” mi padrino – el segundo marido de mi abuela-: mi padrino: mi “padre”. Mi abuelo. Mi abuelo q no lo era y me hizo de padre. Mi abuelo, trece años más joven q mi padre, q apenas recordaba la guerra quizás por ser muy niño entonces. O porq en aquel impreciso lugar de la sierra jienense, donde con tanta crudeza se dejó sentir la contienda, quizás no le alcanzara y la guerra fuera apenas un rumor vago y lejano de pueblos vecinos a donde, al principio supongo y a decir de las gentes medrosas, se iban a llegar los rusos. O una columna de humo y ceniza q se otea en la lontananza y q  bien pudiera provenir de la quema de una iglesia con sus santos y sus vírgenes. O porq quizás en aquellos montes no había ni pueblo pues mi abuelo, sólo un niño, era cabrero y no debió ser hasta bastante más tarde cuando su memoria adquirió los distorsionados recuerdos de otros lugareños mayores q él que hablaban de tropelías causadas por las hordas rojas y de paseíllos organizados por nacionales y falangistas. O porq sencillamente había olvidado obligándose a no recordar y su memoria se había poblado de silencio.
Lo q si recordaba mi abuelo era haber servido años más tarde en la legión, en Villa Sanjurjo, durante tres años, acabada ya la guerra, instaurado ya el régimen, y desfilado con indisimulado orgullo – insistía divertido en el hecho con el sólo objeto de soliviantarme-. ante el mismísimo Generalísimo en aquel poblacho del Rif, entonces parte del Protectorado español de Marruecos.

Los dos, mucho más tarde, llegaron a Barcelona más o menos en las mismas fechas. Mi padre desde Alicante, huyendo de la persecución fascista. Mi abuelo desde Jaén, huyendo del hambre.
Fue en mi adolescencia cuando intenté conocerlos realmente a ambos. A mi padre lo admiraba con ese desprecio que se siente por aquel q lo ha tenido -lo ha conseguido- todo y no ha sabido conservar nada. A mi abuelo lo despreciaba con esa admiración secreta q suscitan aquellos que nunca tuvieron nada y nunca necesitaron, pretendieron ni codiciaron nada q no tuvieran.
Los dos murieron, mucho más tarde, en Barcelona y el mismo año, en enero y febrero respectivamente, al albor del nuevo siglo, llevándose ambos los secretos de sus vidas –las anteriores, las q con tanto afán ocultaban, callaban o divagaban- q con ahínco pero en vano había tratado tantas veces sonsacarles. 

                                               ***
Llegamos a la playa cuando el ocaso empezaba a teñir de rojos y azules marinos el cielo rasgado hacia el horizonte por escasas y blanquecinas nubes: los colores de la bandera francesa ondeaban orgullosos en el firmamento.
La tarde era fría y húmeda. No había apenas transeúntes y sólo mi perra parecía disfrutar del paseo después de tantas horas de viaje y encierro en el coche. Recorrimos un largo trecho en mi afán por encontrar el monolito en recuerdo de los cien mil republicanos internados en el campo y q, según había leído, se encontraba en las proximidades de aquella Plage du Nord. Un chiringuito de souvenirs en el paseo, q entre sus muchas y diversas bagatelas exhibía las banderas francesas, catalana, y la rojigualda del reino de España junto con la tricolor republicana, estaba a punto de cerrar. Su propietario, un abuelete rubicundo y regordete de sonrosadas mejillas, trataba en vano q el pequeño de la bicicleta, probablemente su nieto, dejara sus correrías y le ayudara a recoger y guardar la mercancía. Ateridos –mis acompañantes visiblemente desangelados, incapaces de disimular ya su desinterés por mi búsqueda- nos acercamos a indagarle la ubicación exacta del memorial. El viejo por toda respuesta se encogió de hombros y masculló una excusa q no entendí o no recuerdo.
Aún anduvimos un buen rato, siempre hacia el norte, con el mar a nuestra derecha y el húmedo levante azotándonos de costado. Finalmente dejé el paseo y me adentré en la playa. Recogí un puñado de arena q metí en una de las bolsitas q llevaba en previsión de los apretones de mi perra y caminé hacia la orilla, sin preocuparme siquiera de si mi mujer y su hermano me seguían, y me dejé caer vencido sobre un tronco arrastrado por la corriente. Allí, sentado de espaladas al encrespado mar, me limité a escuchar el silencio. El mismo silencio con q indefectiblemente mi padre interrumpía sus recuerdos de aquel lugar, de aquellos hechos q sin duda habían dejado a medias una vida anterior, como a medias dejaba él sus breves e interrumpidos relatos de las miserias q le tocó vivir y q ahora se perdían, se borraban con la misma implacable celeridad con q lo hacían mis recientes pisadas en la arena.
Tess vino hacia mí y lamió las puntas de mis dedos escayolados. El flash de una cámara restalló inmortalizando mi derrota. Porq también era mi derrota, mi pérdida. Laura se acercó y se llevó en sus labios las dos lágrimas q tímidamente afloraban en mis ojos.
-Vámonos -me susurró con cariño,- aquí no vas a encontrar nada.

                                                           ***

Devoro las veinte páginas en el tiempo q empleo en deglutir el cruasán mojado en el café con leche. Demano un xupito i el compte. Pago y desaparezco. Salgo a las calles para descubrir q ha dejado de llover y q ahora se agolpa en ellas un gentío alrededor de los escasos puestos de venta de libros y rosas. Me entremezclo con el mundo. Deambulo entre la muchedumbre de rostro alegre q les ha pintado la apariencia del falso festivo y q poco a poco vence al marasmo q me inunda de silencio y vacío desde q cerré el libro por su última página. Sin embargo, sé q allí tampoco voy a encontrar nada salvo la pesarosa certeza de no poder olvidar lo q nunca se supo ni a aquellos a quienes no se llegó a conocer.
Finalmente compro tres rosas: una roja, una amarilla  y otra lila. Y le mentiré alegre a Laura cuando me entregue el libro q me habrá comprado: - Una por ti, otra por el chiquillo y otra por mí. ¡Y para celebrar los tres años de la instauración de la república independiente de nuestra casa!

            

Todos los triunfos con la suerte contraria


La llamaban Lascuarenta  y sobre su apodo corrían no menos de cuarenta versiones.
A una chica escuálida de pecho escaso y voz de sirena de feria la escuchó comentar divertida a sus amigas -en aquel antro q era el Sin y q aquella noche, como todas las noches, era lo más parecido a un concurrido cementerio de elefantes-, todas vestidas para un safari nocturno, ávidas de la sangre de sus presas q sin duda intuían aún caliente, q a la buscona de Lascuarenta la llamaban así porq para encerrar sus tetas y mantenerlas cautivas bajo su ropa tenía q coser juntos dos jerseys de la talla cuarenta.
La enana rechonchita y estrábica de melena leonina, q en corsé y mallas hacía las veces de recogevasos, y a la q todos llamaban Lapeque, desmintió a Laflaca asegurando q no era una cuestión de talla sino de peso. Las ubres –término q empleó para referirse a los senos de Lascuarenta- pesaban cuarenta arrobas, sin q aclarara si se trataba de cada uno de los pechos por separado o de los dos juntos. Ella misma se los había sopesado con aquellas manos diminutas de exiguos y regordetes dedos q apenas podían sostener un limón cuando ayudaba ocasionalmente en la barra. Ninguna de Las Escuálidas Cazadoras parecía saber cuántos kilos eran una arroba pero antes de q pudieran preguntarlo Lapeque puso pies en polvorosa cargada con una bandeja de vasos vacíos evitando q alguno de los etílicos clientes la arrollara en su afán por llegar al mostrador.
Los Amigos del Amanecer -un grupo de perennes solteros treintañeros prematuramente envejecidos, q eran mayormente toda la caza q aquellas chicas demacradas podían encontrar en el Sin-, debían su nombre al hecho de ser los únicos a los q se les permitía permanecer en el local más allá de las cinco, cuando éste bajaba su persiana, la música se mantenía con sordina y la única mujer en el lugar era una diosa polvorosa por la q todos moqueaban y cuya omnipresencia se manifestaba al mismo tiempo en los servicios, en la barra y en al menos tres mesas y a la q llamaban  cariñosamente Dama Blanca. Según a quién le preguntara de entre éstos hallaría una de las dos versiones de las q el grupo sostenía.

Así, unos pocos mantenían q su verdadero nombre era Lascuarenta Enbastos porq era capaz de comerse cuarenta trancas cada noche. A algunos se la chupaba dos o tres veces y a otros menos afortunados solamente una. Pero si no se llevaba las cuarenta pollas a la boca  –alguien de los menos habituales, un no asiduo o quizás simplemente un tipo con un  rostro de lo más común, q bien pudiera pasar desapercibido las más de las ocasiones, de vuelta del lavabo y abrochándose la bragueta interrumpió la exposición al grito de “esa lo q se come son cuarenta pollos”- no había nada ni nadie q pudiera hacer q emprendiera el camino de vuelta a casa por mucho q todos los bares estuvieran cerrados, las calles desiertas y el sol, una vez más, se empeñara en demostrar q la larga noche había acabado.
De entre éstos sólo El Rey del Amanecer se jactaba, y a menudo, de haber contribuido en incontables ocasiones a la causa de Lascuarenta. Hasta la había acompañado, según él –y nadie se atrevía a contradecirlo, si bien él tampoco atajaba las miradas burlonas y de complicidad q sus amigos, tal vez sólo compañeros, intercambiaban durante su perorata-, a su casa, o la había invitado él a la suya para cantar juntos no ya las cuarenta en bastos, sino aprovechando la suerte cantar también las veinte en espadas. Para él era Lascuarenta Ytantas.

Otros de Los Amigos del Amanecer defendían sin embargo q a Lascuarenta el mote le venía por su afición y tolerancia al alcohol. Le daba igual cerveza o sidra q vino y lo mismo podía pedirse un martini q un destornillador, un gintonic o un cubalibre. Era Lascuarenta Encopas y de cuarenta copas no bajaba la noche q salía. Las primeras las pagaba ella. A veces empezaba en el Screwed y terminaba en el Dreams. Otras en el Lips para acabar en el Passion. Pero siempre, siempre pasaba por el Sin. Allí, Elasolas podía escuchar un sinfín de anécdotas sobre incautos -entre por los q por supuesto ninguno se incluía-, q habían pagado gustosamente la bebida de Lascuarenta: crédulos q sucumbían a la mirada perversa q encerraba su rostro angelical o a las abundantes promesas  q sus voluptuosos senos hacían sin pudor y q comprendían demasiado tarde q habían jugado mal sus cartas y perdido la ocasión de cantar las veinte en oros.
Ya de mañana, en el bar de la esquina, donde los domingos es habitual encontrarse, juntos y rezagados, a Los Amigos del Amanecer y a Las Escuálidas Cazadoras, sin más quehacer q discutir sobre a quién le toca pagar la ronda de quintos, apostar a quién pillar el último gramo o a quién mendigarle una última raya, o dilucidar quién conserva aún suficientes bienes para convertirse en candidato a compartir un taxi en la retirada, escuchaba contar al regente del Punjab q Lascuarenta se ganó su sobrenombre en el transcurso de una apuesta.
Allí estaba Elgordo -q abierto en canal pesará sus buenos ciento treinta kilos – acodado en la barra ante cualquier cosa q pudiera saciar su voraz apetito. Alguien explicaba entonces q había sido un joven con cierto atractivo hasta q le tocó el gordo de navidad el mismo año en q sus padres murieron en un accidente de tráfico dejándole cuanto poseían en herencia, incluida la genética q hasta entonces no se había manifestado, aunq  no había unanimidad sobre cuál de sus progenitores había sido el más orondo. Elgordo venció la depresión yantando y, gracias a ello, desde aquellos lejanos tiempos podía jactarse de no haber tenido una recaída pues nunca  cejaba en sus excesos alimenticios. A la menor ocasión hacía gala de su prominente obesidad e importunaba a cualquiera q se prestara a escucharlo  mientras presumía de su capacidad para comerse cuarenta porras mojadas en delicioso chocolate caliente. Y por allí, según cuentan, apareció una mañana Lascuarenta recogiendo el guante. Y se ganó el alias, aunq nadie sepa aún cuál es su verdadero nombre ni si ganó o no aquella apuesta, ni si se comió o no las cuarenta porras y si lo hizo o no en menos tiempo q su contrincante. Tampoco si todas las mojó o no en el chocolate. Al menos, esa mañana, Elgordo no parecía nada dispuesto a dejar a un lado sus aceitosos huevos fritos con panceta y chorizo, ni a defender tercamente su cestilla del pan,  para despejar las dudas del personal.
 No hubo discusión porq no se oían ya las diferentes versiones sobre el auténtico origen del mote de Lascuarenta, ni las desacreditadas voces de los q aseguraban conocerla bien por tal o tal otro motivo y q afirmaban q era hija de Fulana o Mengana y q su nombre era Zutana porq para entonces alguien levantó su botellín y empezó a gritar q de allí nadie se iba a mover antes de q se bebiera cuarenta cervezas. El de la camisa partida adornada de lamparones, con menos dotes q entusiasmo, entonó la canción de Los Toreros Muertos. Y Elpenas aprovechó el barullo para, con escaso disimulo,  sacarse la chorra por debajo de la mesa y orinar en el piso poniendo todo el cuidado q su embriaguez le permitía en no salpicar los zapatos o la pernera de alguien. El Rey del Amanecer se alzó entonces de su silla y con la china en una mano y el mechero en la otra proclamó q él se fumaría cuarenta porros. Cuando, con más descaro del q Elpenas empleaba en subirse la cremallera de la bragueta, empezó a calentar la piedra, con el papel de fumar colgando de la oreja, Elpaki -el regente del Punjab-, simplemente miró para otro lado. Las Escuálidas Cazadoras pedían más chupitos de vodka negro –como sus vestidos, como sus marcadas ojeras-, incapaces de  recordar cuándo algo q no fuera alcohol humedeció sus labios por última vez y sin caer en la cuenta de q con los q acababan de dejar vacíos en la barra ya alcanzaban la cuarentena.
Para entonces nadie era capaz ya de entender, por debajo del creciente runrún, ni un ápice del resto de las versiones conocidas q, sobre el mote de Lascuarenta, aún corrían como un reguero de pólvora por entre la heterogénea  concurrencia del bar. Tampoco es q le importaran ya a nadie. Y nadie vio tampoco como Elasolas dejaba el  euro diez del café encima de la barra, se despedía con ademán insulso y salía del bar a esa hora en q uno a uno se apagan los faroles para alejarse cojeando –con aquella pierna renga q era todo cuanto su vieja pasión por las novilladas le había dejado- sin rumbo, dándole vueltas a qué iba a hacer con su vida.  
Su último y lejano empleo había sido como administrativo sanitario y no era ya capaz de asegurar con exactitud cuando dejó de percibir la ayuda  por desempleo. En cambio podía enumerar y citar con precisión las fechas y los motivos de los ocho ingresos de Lascuarenta q, en el centro de salud en el q había trabajado, se produjeron estando él de servicio. También allí la conocían por Lascuarenta aunq nadie le dijo nunca, ni él tuvo la osadía de preguntar jamás, cuál era el origen de aquel apodo. Consultó alguna vez los viejos registros y los ingresos datados q encontró, aunq eran muchos, no sumaban cuarenta.
En una ocasión hubo de asistir, debido a la creciente escasez de personal provocado por los primeros recortes en sanidad llevados a cabo por el gobierno, al médico y a las enfermeras q se encontraban de guardia cuando Veronica  Forti (36 años, italiana, etc…), comúnmente conocida como Lascuarenta, ingresó con lo q parecía una intoxicación etílica agravada por el consumo de otras sustancias. Durante unos instantes contempló con pavor la casi desnudez de aquel cuerpo de blanquecina piel infestada de cicatrices con aquellos enormes senos derramándose por ambos lados de la estrecha camilla . Las empezó a contar, absorto e inmóvil, ajeno a cuánto se decía entre aquellas cuatro cortinas verdes hasta q la imperiosa voz de una enfermera le instó a abandonar el box. Sólo en los antebrazos contó seis y por lo q había intuido antes de q alguien la cubriera con una sábana podían muy bien ser cuarenta.
Anduvo hacia el quiosco con la intención de hacerse con el semanario Aplausos y antes de q llegara  a  la esquina le asaltó la absoluta convicción de estar a punto de afrontar a Lascuarenta recién salida de chiqueros. Sus cuarenta años mal llevados y su porte soberbio aparecieron un instante después casi dos pasos por detrás de sus tetas. Pensó fugazmente en darse la vuelta, en huir por dónde había venido, en desandar anadeando el camino. Pero ya era tarde y trató de ponerla en suerte con un atribulado “buenos días” al q ella respondió seca, pero educadamente, de una forma un tanto lastimera no exenta de un atisbo de femenino orgullo q se hizo patente en el modo en q se atusó con la mano los rizos dorados y nacarados como el circonio q, apenas un momento antes, ondulaban al viento como ajados gallardetes.
Antes de q pudiera, siquiera toscamente, devolverle el saludo, ella le pidió el suelto: -Para el metro,- dijo. Hizo un vago ademán de negación con una mano mientras con la otra ya estaba hurgándose los bolsillos. Con esmero trató de no extraer el arrugado billete de cinco q aún conservaba y se esforzó en reunir veinticinco míseros céntimos y, al tiempo q se los entregaba encogiéndose de hombros, se descubrió implacable diciéndose para sus adentros: - Cuarenta pesetas: Lascuarenta Pelas.
 Ella no le dio las gracias y se despidió de él con algo parecido a una V esgrimida por su índice y su corazón q en nada se asemejó a un gesto triunfal. Antes de darle la espalda para proseguir cojeando su camino miró fugazmente sus ojos metálicos -a juego con el pelo-, vidriosos y entelados, deteniéndose en el tenue reguero de sombra q rasgaba su candorosa cara y q habían creado las lágrimas secas y ennegrecidas q habían descorrido su rímel. Tenía el fracaso pintado en el rostro y a pesar de ello le seguía pareciendo altiva.
La vio alejarse durante un momento, con la gallardía en el andar de un torero durante el paseíllo. Entonces, inesperada y bruscamente volvió sobre sus pasos y hubo de enfrentarse a  ella como el matador q espera la embestida del morlaco con la capa extendida  a punto de ejecutar torpemente una verónica sin atreverse a gallear y rematarlo de farol.
-Te los devolveré, -le espetó acometiéndole con sus tetas. – Mi chiamo Vittoria. ¡Vic-to-ria! ¿Comprendes capullo? Victoria. Vicky –se rió desafiándolo,- para los amigos.

Se esfumó un instante, como si se la hubiera tragado el desmañado y cuarteado muletazo, para reaparecer herida unos metros más allá. Caminaba titubeante, pero con suficiencia, rozando los edificios como el toro q se encierra en tablas. Su cabellera ensabanada desprendía esquirlas al rozar los muros como un astado arrancando astillas a la barrera.
Elasolas cruzó la calle hacia el quiosco donde un descolorido cartel publicitaba la novela de Coelho Verónika decide morir. Cogió un periódico deportivo junto con el semanario taurino y se oyó despedirse cruel y tardíamente de Lascuarenta, negándose a compartir su derrota, dándole la puntilla con un “Ciao Vero”.

viernes, 19 de octubre de 2012

Historias de fantasmas


- He conocido a  tu madre.

            Eso fue lo primero q pronunciaron sus labios carnosos y siempre sonrientes aquel infausto lunes –todos los lunes tienen algo de infausto- cuando llegué del trabajo y, sin duda, era la noticia más inoportuna de cuántas pudiera haber imaginado por el camino de regreso al hogar.
            Hasta entonces Dolores, mi mujer, no conocía a mi  madre sino de vista. Yo no las había presentado porque las relaciones con mamá, desde mi más tierna infancia, fueron siempre tirantes.
Mis padres se divorciaron siendo yo muy niño, lo cual no me causó trauma alguno, aunq no puedo presumir de un recuerdo muy nítido de aquel entonces. Tras la separación viví unos años con mi madre en un  clima de tensión constante, de disputas eternas, hasta que tuve trece o catorce años. Discutíamos por nimiedades, por orgullo, por tozudez, por cualquier cosa y por cualquier motivo en cuanto ella regresaba del despacho en el que se ganaba la vida. A esa edad la situación se hizo insostenible, aunq tampoco es q hubiera empeorado con los años, y... me fui a vivir con mi progenitor, al q hasta entonces sólo veía ocasionalmente (solíamos ir juntos al fútbol, al cine, ese tipo de cosas). En realidad fue ella quien me echó, quien me puso de patitas en la calle, quizá en un momento de excesiva crispación, en un acto irreflexivo del q tal vez se arrepintiera después; pero yo hice la maleta y con ella cargada y navegando en un mar de lágrimas me presenté en el domicilio de mi padre.
- Me ha echado. ¿Puedo quedarme aquí?

            Fue cuanto acerté a decirle. Por supuesto me acogió con los brazos abiertos. En cierto modo lo esperaba, pues estaba al corriente de las disputas entre mamá y yo. Así inicié una nueva vida -no sé si más placentera- en compañía de una padre viejo, autoritario y quejumbroso q repetía hasta la saciedad su interminable letanía: "yo me moriré pronto"; pese a q gozaba de una excelente salud y q andaba casi siempre de viaje, en negocios vagos pero fructíferos, con lo q yo quedaba al amparo de esa querida compañera - la más fiel q pueda hombre alguno conocer-  y q se  llama soledad. Si alguna vez me arrepentí de la decisión q me vi forzado a tomar, el orgullo nunca me lo dejó ver.
            A mamá iba a visitarla, al principio, una vez se hubieron enfriado los ánimos, con cierta frecuencia. Luego rebrotaron las viejas rencillas y pasábamos largos meses sin vernos a pesar de los esfuerzos q hacía la abuela por reconciliarnos, esfuerzos q, más tarde q temprano, daban los frutos apetecidos.
            A Dolores la conocí un verano, debía andar yo por los dieciocho, y nos enamoramos. Uno de esos irresistibles flechazos q entrelazan dos vidas en un instante, pese al cual, la cosa no funcionó a la primera. Sería ser por entonces, o en los diversos y sucesivos romances más o menos bienaventurados y más o menos largos, pero siempre con Dolores, q siguieron hasta que marché a cumplir el servicio militar a Madrid (momento en el q, tras una absurda discusión ocasionada por alguna de esas chanzas inapropiadas a las q soy tan dado,  nos deseamos mutua y sinceramente no volver a vernos jamás), cuando le debí mostrar a mi madre desde una distancia más q prudencial  seguramente aconsejada por nuestra más reciente disputa.
            Mis incontables devaneos amorosos con Dolores acababan indefectiblemente mal siempre, bien debido a lo mucho que ella se parecía por entonces al personaje del mismo nombre de Nabokov, bien por lo mucho q, a pesar de mi juventud y mi ironía rayana en el mal gusto,  me asemejaba yo al complaciente Humbert. Lo único cierto es que la quería, quizás por lo muy necesitado de amor que andaba, y también quería a mi madre y cuando, con veinte años recién cumplidos, me subí a aquel tren, a servir y pagar mi deuda a la patria, estaba convencido de tener un problema irresoluble con las mujeres q por momentos me atormentaba.
            El servicio militar hizo q me olvidara de todo (seguramente también ayudara la afición q mis compañeros me inculcaron por el hachís y la marihuana) y me sirvió, al menos, para completar mi formación sexual, instruida en esa fase última donde la teoría cede su protagonismo a la práctica, por un séquito de meretrices de dudosa belleza que nos asediaban en los días de permiso. En ese año, demasiado largo o excesivamente corto según se mire, no tuve noticia alguna de mamá, aunque me constaba q de ella provenía parte del contenido recibido en los paquetes q periódicamente me mandaba la abuela.
            Obtuve la "blanca" a mediados de junio y con el renacer del verano resurgieron las relaciones con mamá y también con Dolores. Con  la primera, la situación siguió con los altibajos de siempre, hasta un día en el q nuestra disputa alcanzó niveles de violencia parecidos a los del día en q me echó de casa y en casi tres años no volví a saber de ella. Con la segunda me hallo felizmente casado desde hace cinco meses. Nunca he sido partidario del matrimonio, pero después de un tan largo como interrumpido noviazgo no podía seguir negándome ante el empecinamiento y la persuasión de Dolores.
            Al acabar el verano se me hizo imperioso buscar trabajo, pues aunq mi padre no me negaba nada (tan contento estaba el pobre de haber visto a su hijo jurar la bandera del reino, acontecimiento al q desde luego no hubiera creído poder asistir: -"Me moriré antes" lucía orgulloso a modo de charretera), a mí se me caía la cara de vergüenza cada vez q, y a intervalos cada vez más cortos, recurría a él necesitado de dinero. Encontré en qué emplearme en una redacción propiedad de un viejo amigo de mi progenitor (todo en mi padre era viejo – o antiguo, como se jactaba él en calificar incluso a las personas, fueran o no allegadas a él-, excepto la mujer que tuvo y el fruto de aquel fallido matrimonio).
            Dolores le gustó desde el primer día. El sí era todo un Humbert capaz de sufrir un infarto con sólo contemplar la piel morena de cualquier quinceañera. Le gustaba tanto la que por entonces era mi novia q cuando le anuncié mi intención de casarme se murió de la alegría. La verdad es q fue todo un golpe: al licenciarme en la mili volvió a cambiar aquella su tan manida frase, q ahora rezaba: "me moriré pronto, antes de verte casado" y, en contra de la opinión general, de sus propios deseos y de sus escasos poderes adivinatorios, esta vez acertó.
            Su muerte no me causó, como hubiera podido esperar, una tristeza singular, aunq su desaparición me reveló, por primera vez, q jamás le había dicho q lo quería. El sentimiento de culpabilidad brotó en mí repentinamente y de mi alma, corroyéndola, se apoderó una sensación de enorme mezquindad y de gran ocasión desperdiciada q se acrecentó aún más durante su réquiem y más tarde en el camposanto dónde, incapaz de dibujar en mi rostro la más ínfima muestra de dolor, empecé a sentir clavadas en mí las gélidas y nada compasivas miradas de los allí presentes. Recuerdo con milagrosa memoria dos pensamientos q, como afilados puñales diestramente lanzados por mi cerebro, se fueron a clavar en mi pecho en el preciso instante en q cerraron su tumba. Uno, q Dolores me dejara para siempre horrorizada por la impía frialdad con q despedía a mi difunto padre; otro, q el muerto saliera de su tumba, la noche menos pensada, para oírme decirle, una vez al menos: "te quiero papá". Pero se disiparon en cuanto Dolores se abrazó a mí envuelta en una humedad lacrimosa, como si quisiera infundirme su dolor, más buscando mi amparo que procurando ser mi consuelo.
            Al  salir del cementerio, mamá se acercó a darme el pésame. Dolores aún sollozaba en mi hombro y ni siquiera reparó en ello (cualquiera hubiera dicho q se trataba de su  padre, y no del mío, aquel finado q dejábamos detrás), nos dimos dos besos y no volví a saber de ella hasta ese lunes con el q empezaba este relato.
            La muerte de papá me ofreció la ansiada libertad, la anhelada independencia y una nada desdeñable fortuna, gracias a la cual vivimos cómodamente en la actualidad mi mujer y yo. En la editorial se hicieron cargo del triste suceso y me acompañaban en la pena q sin duda me embargaba. Aquel viejo amigo de mi padre q ahora era mi jefe
-junto con las condolencias q no quiso hacerme llegar durante el sepelio como muestra, según sus propias palabras, de profundo respeto hacia mi pérdida-, insistió en ofrecerme una semana de vacaciones q habían de servir para mitigar mi dolor y q hube de aceptar ante el temor de que regresara la desagradable sensación de sentirme observado que se apoderó de mí en el cementerio. La aproveché para irme a esquiar a Avoriaz, en los Alpes franceses -sin Lola, quien a pesar de mostrarse siempre reticente a q me marchara solo, aceptó esta vez con un semblante de comprensión y aliento q hasta entonces me era desconocido-, porq estaba seguro de q mi padre, q nada había detestado tanto en vida como el frío, no vendría a buscar allí su " te quiero".
            A mi regreso conocí a la Dolores más tierna y solícita. Nos instalamos en la habitación q fuera de papá, aunq dormimos en un hotel cercano, y con la luz siempre encendida, hasta q el decorador acabó las reformas encargadas con el fin  de obtener una vivienda a nuestro gusto y sin resquicio alguno de su anterior morador. Sólo yo sabía q no era sino una argucia para retrasar el momento q tanto me aterraba. Cuando el decorador acabó antes de lo previsto, cosa del todo inusual, volví al que había sido y era mi hogar y seguí con la costumbre de dormir con la luz encendida (lo q para mí era equivalía a no dormir en absoluto) e incluso hacíamos el amor bajo la luz artificial, venciendo el candor de mi esposa, pretextando el deleite q contemplar sus carnes me producía.
            Aquello concluyó una noche en q, agotado por las maratonianas jornadas de trabajo q me imponía y tras varios meses de ininterrumpido insomnio, apagué irreflexivamente la luz y me entregué a un sueño profundo y largo –tan largo q incluso llegué tarde a la editorial a la mañana siguiente- q disipó de una vez por todas mis miedos y acallaron por siempre aquella voz de ultratumba q, en el silencio de la madrugada,  me susurraban " me moriré pronto".
            Aquel lunes, cuando en el metro Lola conoció por fin a mi madre, me pareció q era la primera vez en siglos q mi mente volvía a poblarse de fantasmas. Porq, después de tanto tiempo sin noticias suyas, mi madre se me apareció como un espectro olvidado q viniera a perturbar la paz, alegría y quietud q respiraba mi hogar. Desde luego, el término, relacionado con mi madre, no tenía connotaciones de miedo o terror, pero una cierta ansiedad, algo molesto, inoportuno, inesperado, sacudió todos mis sentidos cuando oí, en labios de mi amada, no  un “¿q tal cariño?” o un “si q vienes tarde hoy” sino aquel escueto y brusco “he conocido a tu madre”.
            Esa sensación incómoda q recorría todo mi ser, y q yo tomé como un mal presagio (ya habrán notado q soy algo dado a la superstición, sin duda debido a  la sangre andaluza q corre por mis venas: mamá es una sevillana malaje y mi abuela una salerosa utrerana), se acrecentó a medida que Dolores me narraba cómo había transcurrido el fortuito encuentro con mi, hasta entonces, postergada madre.
            Había sido en el metro. Dolores volvía de la facultad, donde cursaba el último año de derecho, como cada tarde. En el vagón no había asientos libres, pero tampoco eran muchos los que viajaban de pie. Mi madre estaba en el pasillo, apoyando su espalda en una de esas barras metálicas, sujetándose a la misma con una mano por encima de su cabeza y probablemente tratando de leer, a pesar del vaivén del vagón, alguna novela folletinesca a las q era aficionada . Se miraron como si ambas creyeran  reconocerse, pero sin atreverse a mediar palabra, convencidas ambas de haberse visto con anterioridad en alguna otra ocasión.
            Al llegar a la estación de Lesseps el metro se detuvo bruscamente -sin q llegaran luego a conocer el motivo del repentino frenazo- y, mi mujer, q estaba apoyada al final del vagón salió impelida hacia mi madre con tal fuerza q acabaron las dos en el suelo. Superado el susto inicial y comprobado el buen estado de ambas, Dolores la ayudó a incorporarse y le tendió el libro q había perdido en la caída. En el recibo bancario q mi madre muy probablemente usaba como punto de libro pudo leer fugazmente su nombre y comprender finalmente q aquella menuda mujer entrada en años era su suegra.
             El feliz encuentro se trasladó a un café, donde se pusieron al día y trazaron preocupantes planes de futuro. Dolores debió excusarse en mi nombre por el hecho de no haberla invitado a nuestra boda y aprovecharon, sin duda, para criticarme en simpática comunión por mi hosquedad, terquedad y total desapego. Se descubrieron afines y cómplices y la reunión acabó con la concreción de una próxima visita con motivo de la ya cercana onomástica de mi madre. Mamá tuvo incluso la precaución de anotarle su dirección no fuera el caso de q su bien amado hijo la hubiera olvidado.
            Lola me ponderó durante más de una hora las excelencias de mi madre: su innata y graciosa simpatía acrecentada sin duda por su no del todo perdido deje andaluz, la infinita alegría q iluminaba su aún hermoso rostro ante la idea del inminente rencuentro con su único y estimadísimo hijo, junto con las ganas e ilusión q le hacía por fin conocer a algunos de los miembros de mi familia materna –de hecho la única familia q me quedaba ya-.
                        La cita era ese mismo sábado. A las ocho. Así Dolores podía ayudar a mi madre en los preparativos de la cena y yo fundirme con el resto de los asistentes y dejar q el hielo fuera deshaciéndose fluida y paulatinamente.
-Sí, como dos peces de hielo en un güisqui on the rocks-, pensé.
                 No podía negarme y, si podía, de repente me encontraba extremadamente  cansado y completamente aturdido para hacerlo. Apenas acerté a mascullar un par de pretextos poco creíbles q Lola desechó de inmediato. Era incapaz de recordar el motivo de la última disputa con mamá, sin duda había sido por algo banal y fútil q no merecía la pena  ser conservado en la memoria. En todo caso - quizás era el tiempo transcurrido, quizás lo mal acostumbrado q estaba yo a no salir del maravilloso mundo creado junto a Dolores - no tenía deseo alguno de volver a ver a mamá. No veía el motivo -a parte del meramente sanguíneo- para restablecer una relación q a la fuerza, como demostraba la experiencia, volvería a ser tensa. No me apetecía lo más mínimo compartir una velada con mis familiares -más bien con los de mamá q a parte de a la abuela pensaba invitar a mi tío Juan, al q yo había visto en contadísimas ocasiones y con el q no tenía ningún tipo de afinidad, y a unas primas solteronas suyas q, casualmente, habían venido del pueblo y estaban instaladas en su casa y de las q no poseía yo sino un muy vago recuerdo- y, además, no veía con buenos ojos la posibilidad de q empezara a edificarse una sólida amistad entre suegra y nuera q acabara por convertir en consuetudinarias las futuras visitas a mamá.
                        Los días anteriores a ese sábado se me hicieron eternos pese a q transcurrieron en un suspiro. El fantasma de mi madre no dejó de perseguirme y acosarme ni un solo segundo. Sin saber bien por qué me atenazaba la vergonzante certeza de sentirme completamente ridículo cuando volviera a abrazar a mamá después de tanto tiempo. Yo lo atribuía, quizá erróneamente, a una mera cuestión de orgullo, a un cierto sentido de aceptación de una derrota. Buscaba continuamente entre mis recuerdos los restos del naufragio de un amor q me empeñaba en no reconocer: alguna palabra tierna, alguna caricia lejana, algún momento de dulzura q sin duda habían existido en medio de un mar de crispación. Y, cuando al llegar a casa corría a refugiarme en el regazo de Dolores, como buscando un escondrijo entre las curvas de su cuerpo q me hiciera burlar el inevitable destino, ella me lo negaba: me hablaba del vestido que luciría, de su cita en la peluquería la misma mañana del sábado para presentarse bien guapa, y me recordaba a todas horas lo poco detallista q era, pues ni la había invitado a la boda ni era capaz de memorizar las fechas señaladas y le había delegado a ella la adquisición del regalo con el q bajo el brazo nos presentaríamos ante mi madre.
            Lo peor volvían a ser las noches. Ahora, en la ignota oscuridad de la habitación, sólo acompañado por la acompasada y tranquila respiración de Lola me enfrentaba en mis pesadillas de duermevela, al momento en q pronunciara torpemente un "te quiero mamá". Y decubría asustado como mis labios permanecían sellados ante la innegable evidencia de q aquella escueta frase tampoco nunca había sido antes pronunciada. Y, pensar en Dolores, arrebujada y enroscada a mi lado, debía sentirse afortunada por ser la única persona a quién yo le había manifestado, alguna vez (de hecho muchas, infinitas veces), mi amor con palabras, no disipaba en modo alguno mi desazón.
            Por alguna razón que no conseguía explicarme o q simplemente no conocía, no me sentía en la predisposición de volver a ejercer el papel de hijo. El sábado tendría q fingir ser el actor q interpreta el papel en una representación q obviaba todo lo ocurrido con anterioridad entre mi madre y yo: me parecía todo una hipocresía por parte de ambos, un montaje huero en el q el protagonista de la función se cargaría la obra cuando, en el momento culminante de su actuación, se descubriera a sí mismo del todo incapaz de declamar con convicción aquel “te quiero, mamá” con el q se bajaría el telón.
            Y, a la vez y entremezclado con estos pesares, también en mi interior empezaba a burbujear, como en tenue ebullición algo parecido a una dicha sorda y apagada. De repente  ansiaba decirle a mi madre, brusca y torpemente, q la quería. Y ya está. Sin más. Antes de q otra vez fuera demasiado tarde. No quería ni verme obligado a visitarla periódicamente para contarle lo bien q me trataba la vida, ni lo mucho q me colmaba mi trabajo o lo muy feliz q era en mi matrimonio, ni anunciarle -tal vez muy pronto- q iba a hacerla abuela.  Nada de eso. Pero en mi interior crecía un irrefrenable, desconocido e incomprensible deseo de exteriorizarle, a pesar de todo, mis sentimientos.
Todas, absolutamente todas las noches de aquella semana, en los escasos y breves momentos q Morfeo tenía a bien tomarme entre sus brazos, yo soñaba con mamá.
Soñaba q llegaba ante su puerta y llamaba al timbre. Ese timbre de majestuosa sonoridad de los pisos antiguos. Ella me abría y entonces, antes de q pudiera contemplar la sorpresa q su rostro envejecido me causaba la abrazaba larga y cariñosamente, le susurraba al oído un "Te quiero, mamá " sincero y entrecortado para luego huir hacia el comedor –q presidía aquel viejo reloj de pie, cuyas horas y cuartos podía oir incluso dormido y q encerraba todos los miedos de mi infancia- por el largo pasillo al final del cual despertaba.
            Pero si mis reflexiones, mi actitud y hasta mis sueños eran inconexos y hasta cierto punto  molestos, lo q más me importunaba era la alegría q la cercana celebración del santo de mamá causaba en mi Lola. Por supuesto, yo disimulaba la exasperación q, en la soledad de mis tormentos, de los q no hablaba nunca con ella, me causaba su contento. Ella tenía unas ganas inmensas de q llegara la noche del sábado y de conocer a aquellos familiares míos q –excepción hecha de mi abuela- yo tenía por remotos. Además hablaba de mamá como si en aquella única conversación q habían mantenido hubiera llegado a conocerla mejor q yo y descubierto unas virtudes por mí ignoradas.
            Me parecía del todo incongruente y me indignaba sobremanera el hecho de q en tres años (algo menos  si tenemos en cuenta el día del sepelio de papá) apenas hubiera pensado en mamá y q ahora, en cambio, no pudiera echarla ni por un momento de mi mente. Recuerdo q su presencia llegó a hacerse tan tangible en mi cerebro q acabé deseando fervientemente q llegara el dichoso sábado para poder recobrar así una parte, si no todo, de mi extraviado libre albedrío.
            Así pasé la semana. Y llegó el sábado: demasiado pronto o excesivamente tarde; al cabo de una creciente inquietud. Pero llegó. Me sorprendió solo en la cama al mediodía. Había dormido, por fin, profundamente y muchas más horas de lo q en mí era habitual. Cuando me recobré de la parcial ceguera q me provocaba la luz que entraba por la ventana encontré una nota de Lola en la q me anunciaba q estaba en la peluquería y me instaba a preparar algo ligero para el almuerzo. El apunte concluía con un “te quiero”.
            Me quedé un buen rato en la cama, fumando y tratando de no pensar en nada. Sentía un ligero malestar q achaqué a la cena o a un exceso de sueño. Sabía que si me dejaba arrastrar por los pensamientos q me acechaban sobre el rencuentro con mi madre lo convertiría en un malestar pesado. Pero por primera vez en más tiempo del q era capaz de recordar conseguí mantener mi mente en blanco.           
            Para comer hice macarrones, algo fácil aunq no ligero, según juzgó mi mujer. Tuve q comérmelos casi todos yo porque Lolita pretextó encontrarlos muy salados.
            Pasó la tarde engalanándose mientras yo dormiteaba delante del televisor contestando q sí con la cabeza a las preguntas que me formulaba o repitiendo ajeno un simple "bien" a todo cuanto requería mi aprobación. Todos mis esfuerzos se centraron en no pensar así q, cuando hacia las siete me duché, me enjaboné el cuerpo con champú y la cabeza con gel de baño, de modo que hube de repetir la operación.
            A las siete y media yo esperaba ya arreglado en el recibidor y me distraía burlonamente en contemplar las constantes idas y venidas de Dolores en busca de sus zapatos, de su abrigo, de su bolso o de sus llaves. Inconclusas acciones todas q interrumpía para retocarse el pelo ante el espejo por enésima vez –por más que apenas unas horas antes había vuelto de la peluquería con un precioso recogido q se mantenía intacto-, para comprobar q sus carnosos labios seguían correctamente pintados o q la cantidad de colorete esparcido por sus mejillas era la idónea.
            Cuando por fin me puse al volante de mi coche -quizás por la penumbra del garaje o por la prematura nocturnidad de la ciudad en aquella tarde de otoño- me sentí atenazado por una creciente sensación de inseguridad.
            Conduje maquinal y distraídamente hasta los aledaños del domicilio de mi madre sin q me percatara de ello, absorto en no sé q qué pensamientos. Inopinadamente encontramos sin dificultad un lugar donde dejar el auto q Lola me indicó rompiendo el silencio y devolviéndome a la realidad.
            Al llegar a la portería del inmueble de mamá y llamar al timbre del interfono no nos hizo falta presentarnos como Pablo y Dolores porq la voz metálica de mamá nos arrojó un “ya os abro” q precedió al zumbido q hizo la puerta al entreabrirse.
            En el ascensor estuve a punto de orinarme, quién sabe si porq estaba hecho un manojo de nervios o porq la cabina estaba impregnada del inconfundible olor a perfume barato de la prima Adela. A duras penas conseguí q todo se limitara a una diminuta mancha amarilla en mi calzoncillo.
            Mi madre nos esperaba en la puerta. Nos abrazamos, dos besos, lágrimas contenidas: todo muy natural. Mis miedos se disiparon al instante: mamá no era el fantasma creado por mi imaginación rocambolesca, incluso estaba más engalanada y resplandeciente que Lolita, q ya era decir. No me recriminó el largo tiempo de mutismo. Se mostraba contentísima sin artificios. Parecía que fuéramos la madre y el hijo ejemplares, unidos desde siempre por lazos de un cariño inquebrantable. Yo ni pude pensar que hubiera algo de hipocresía en nuestras actitudes pues de inmediato me sentí relajado y distendido, perfecto dominador de una situación a la q horas antes no me hubiera creído capaz de enfrentarme y de un modo con el q no me hubiera permitido soñar.
            Me sorprendió q todos los invitados hubieran llegado ya (entre ellos, por supuesto, la prima Adela y el peculiar aroma q exhalaba y q momentos antes había reconocido en el ascensor). Cuando les hube presentado a mi mujer, la abuela quizá recordando mis travesuras infantiles, bromeó  -¡Dolores tenía q llamarse la que se casara contigo!
            La cena resultó deliciosa, especialmente el conejo -q sospeché q había preparado la abuela pues nunca había destacado mi madre por sus dotes culinarias- del q dimos buena cuenta  regándolo con abundante vino y discurrió en un ambiente cordial y alegre, muy de cena familiar navideña.
            Cuando ya nadie pudo repetir del suculento guiso de conejo llegó el cava y un momento después el pastel. Mientras la abuela servía las porciones – y ocultaba yo la decepción q me produjo ver q los mejores trozos recaían en esta ocasión en Dolores y en mi madre-  mi tío y sus primas hicieron entrega de los regalos a la anfitriona. El  nuestro –el q compró mi mujer-, soy incapaz de decir en q consistía. Los fue abriendo con sumo cuidado repitiendo cada vez la cantinela aquella del "¿qué será, será…?": un fular (tal vez una bufanda), un collar (o una pulsera) con unos pendientes a juego, un bolso (quizás un kit de maquillaje), etcétera.
            Siguieron los licores y, los hombres, fea costumbre en nosotros, iniciamos una discusión política q se trasladó luego al ámbito de los deportes y q degeneró más tarde  en cualquier otro tema banal; mientras ellas hablaban a su vez de sus cosas, supongo. Cuando tanto unos como otros languidecíamos en nuestras respectivas conversaciones y parecían agotados todos los temas se produjo un silencio denso de humo de cigarrillos y vapores alcohólicos. Para entonces la abuela ya dormiteaba en un sillón orejero, lo que alguien lamentó pues podía haber amenizado la velada con sus inacabables chistes y chascarrillos.
            Supuse entonces q alguien –tal vez el tío Juan, q tampoco andaba exento de gracia contando sus chanzas- se arrancaría con alguna anécdota picante. Pero me equivoqué de medio a medio porq fue la prima Adela quien instó a su marido -q si mal no recuerdo se llama Cristóbal, a q contara aquella historia tan curiosa y escalofriante q tenía a su abuela por protagonista.
            - No sé si me creeréis, pero yo os juro que es cierto - empezó diciendo - y aquí está mi mujer para confirmarlo. – Y no necesitó más para q el silencio con el q todos lo escuchábamos se pudiera cortar. -Estábamos durmiendo como cada noche y como es lógico a esas. Debían ser las tres o las cuatro. Era tarde, pero no sé la hora con exactitud. Yo me desperté inquieto. Mirad -dijo mostrando su antebrazo- sólo con pensar en lo q voy a decir se me eriza el vello . Tan pronto abrí los ojos me encontré con la figura de mi abuelita, a la q todos llamaban Consuelito. Algunos la recordareis.  Escuálida, pero a la vez llena de vitalidad, casi diría q –hizo una pausa- feliz. Iba vestida con un camisón rosa. Andaba muy despacio, como con la mirada perdida. Pasó por delante de mí, junto a los pies de la cama, me miró, me sonrió creo, y cuando hubo cruzado la habitación… se desvaneció. Sin saber si lo que acababa de ver era cierto o no, desperté a mi mujer y le conté atropelladamente lo q acababa de sucederme, lo q había visto.
            - Estaba empapado en sudor –prosiguió su mujer- y temblaba como un crío asustado. Tenía la frente fría como un carámbano.

            Fue ella quien, tras otro silencio en el q el resto apenas si pestañeamos y después de humedecerse los labios con el cava, acabó aquella historia que erizó también mi vello. El de mi brazo y el de mi espalda: el de todo mi cuerpo.
            -A la mañana siguiente, muy temprano, nos llamó su hermana desde Algodonales. Tan pronto como cogí el teléfono y oí su voz supe lo q había ocurrido. Le tendí el teléfono a Cristóbal q al cogerlo puso ojos de intuir el fatal acontecimiento: su abuela había muerto. Su hermana le dijo entre sollozos: -Tenías que haber visto lo guapa que estaba anoche con su camisón rosa.

            En el preciso  y justo instante en q concluyó aquella narración escalofriante, un libro dejó el estante q ocupaba para estrellarse contra el suelo. El susto fue mayúsculo y general. Enseguida mamá bromeó sobre los espíritus de su mansión encantada q acababan de despertarse. Si aquel relato no le había parecido a alguien lo suficientemente aterrador, si la caída de aquel libro desde el anaquel en el q mansamente reposaba instantes antes y al q nadie se había acercado no era lo bastante misteriosa, las doce campanadas de la medianoche sonaron en el viejo carillón del comedor justo cuando mamá se levantó para recogerlo y comprobar q se trataba del ejemplar número ocho de la colección Pepe Carvalho -el detective creado por Vázquez Montalbán-, el que precisamente lleva por título  Historias de Fantasmas, dictaminando con cada tañido q acabábamos de presenciar lo más parecido a una manifestación de lo paranormal.

            Al cabo de un momento, el tío Juan, con buen juicio y sin duda para tranquilizarme – yo debía estar lívido en medio de aquel silencio en el q todos nos mirábamos sin encontrar qué decir-, explicó aquello atribuyéndolo en parte a la casualidad y en parte a q el piso fuera un entresuelo y a q, dada su proximidad al garaje excavado debajo, sus paredes eran susceptibles de recibir las vibraciones provocadas por la puerta abatible del mismo al cerrarse con violencia.
Pero nadie pareció convencerse de su explicación ni yo pude apagar mis miedos q se acrecentaron con otras narraciones -éstas supuestamente ficticias-, parecidas a la de la prima Adela y su marido, con q los demás invitados animaron la noche.
            Yo hacía lo posible (y lo imposible también) por no escucharlas -algunas ya las había oído con anterioridad-, pero la curiosidad indefectiblemente acababa venciéndome. Con la frente perlada de un sudor amarillo y helado, con la piel de gallina y un sinfín de escalofríos paseándose por mi espina dorsal, rememoraba los miedos inmediatamente posteriores a la muerte de papá –q era un entusiasta lector de Pepe Carvalho, q había comprado aquella casa y había vivido en ella con su mujer y su hijo, q le había regalado a mi madre aquel maldito reloj con carillón q en mi infancia llenaba mis noches de canguelos y q por tanto, creía yo, era muy capaz de venir allí, aquella noche, a buscarme- con cada una de aquellas historias. Pero nadie pareció percatarse de mi estado: tal vez los demás no estuvieran menos asustados.
            No sé cuántas fueron ni cuánto duraron aquellas narraciones de fenómenos extraños, almas en pena y leyendas macabras. Sólo sé q cuando el tío Juan se levantó, diciendo que había llegado el momento de retirarse, yo hice lo propio vislumbrando el final de aquella tortura de la q, sin embargo, todos fingíamos haber gozado de un modo u otro. Mamá no aceptó q Dolores se quedara a ayudar a recoger aquel desorden que yacía sobre el mantel, con lo q no tuvimos q demorarnos más en aquel lugar, a mis ojos, del todo inhóspito. Ni siquiera me despedí de la abuela q seguía durmiendo en el sillón con la boca abierta.
            Ya en la galería, quizá recordando los muchos temores de mi infancia, mamá, jocosa,  me dijo:
- Q duermas con los angelitos y no con los fantasmas.

            Ambos sabíamos a ciencia cierta q aquella noche no conseguiría conciliar el sueño. Yo, seguido por Lola e iniciando ya el descenso, esta vez por las escaleras pues tratándose de un entresuelo no merecía la pena esperar al ascensor (si al subir lo hice, fue sólo por retrasar el temido momento de hallarme frente a mi olvidada madre), pronuncié aquellas últimas palabras, a medio trecho del rellano, para defenderme de la burla y para tratar de convencerme a mi mismo y q precedieron a mi aparatosa caída escalones abajo.
 - Sabes muy bien q no creo en esas tonterías.

            Mamá y Dolores se rieron de mi torpeza con unas carcajadas grotescas q debieron estar a punto de despertar malhumorado a algún vecino. No sé cual de las dos, cuando pudieron al fin apagar sus risotadas, dijo:
 - Eso te pasa por burlarte de los espíritus. - Y volvieron a reírse quedamente haciendo caso omiso a mis primeras quejas de dolor.

            La mañana del domingo desperté en la Clínica del Pilar con la pierna derecha enyesada colgando de un extraño artilugio de hierro y poleas. Pese a mi evidente mal humor, Lolita seguía atribuyendo mi desgraciado accidente a los fantasmas de los q me había burlado, mostrándose más divertida cuanto más notorio hacía yo mi enfado. Hacia el mediodía bajó a comprar flores acompañada por mi madre; según ellas para q soportara mejor el olor a esterilidad de mi blanca e impoluta habitación. Allí, en el mejor de los casos, pasaría los siete días siguientes. Al poco de regresar con las flores, q eran tan bonitas como escaso su aroma, llegó mi cuñada Socorro cuya simpatía por mí mostraba siempre sin mesura.
            Tras interesarse por mi salud y por los detalles de mi desafortunado accidente, del q se había enterado por mi Lolita, me dijo:
-Te he traído un regalo. Como sé q te gusta leer... Para q estés entretenido estos días.
          
            No quise ver -porq ella no es aficionada a ese tipo de bromas- una complicidad de pésimo gusto con su hermana. Aún hoy me niego a creer q Dolores quisiera  llevar hasta tal extremo aquella burla. También en la mediación de una mano de ultratumba: allí sedado había olvidado mis miedos de la noche anterior. Por lo tanto me limité a agradecerle el detalle cuando, ya deshecho el vistoso papel q lo envolvía, descubrí q el paquetito en cuestión contenía un libro y q no era otro q  Historias de fantasmas de Manuel Vázquez Montalbán.
            No lo leí, por supuesto. Lo utilicé para encender la chimenea tan pronto recibí el alta médica, como hubiera hecho el mismísimo Pepe Carvalho.