martes, 13 de noviembre de 2012

El timbre




Suena el timbre y se levanta como un resorte para dirigirse hacia la puerta. Se detiene un instante y vuelve sobre sus pasos para coger el paquete de cigarrillos de encima del televisor  y llevarse uno a los labios. La primera calada le abrasa la traquea. Cuando deja q el humo abandone lentamente sus pulmones, en casi imperceptibles y entrecortadas bocanadas q se diluyen con la  inversa y proporcional celeridad con q su cerebro -acaso su corazón- se puebla de recuerdos, se siente ligeramente mareado.

La ve con aquellos todavía incipientes pechos de sus quince años asomando escasa y  tímidamente por el discreto escote de su blusa azul. Aquellos ojos marrones claros o miel, a veces casi verdes, delatándola. Su franca y blanca sonrisa acercándose a sus propios labios hasta desaparecer cuando, tumbados en aquel sofá y compartiendo un cigarrillo la interrumpe -¿de qué hablarían entonces?-  para decirle: -Dame un beso. Y ella se lo da. Su primer beso. ¿Sería el primero para ella también? ¿Por qué no se lo preguntó?

La tiene después en su regazo, desnuda de cintura para arriba, en el asiento trasero de aquel Ford Fiesta L, y en la oscuridad de aquella noche sin luna le adivina una lágrima. Sus senos redondos y firmes, su piel tersa y bronceada, las piernas interminables y la pequeña cicatriz de la rodilla. Y unos pies exquisitos. 
-Esperemos un poco más. El día de mi cumpleaños. Ya tendré diecisiete. Y no falta tanto.
      
           Aquella noche acabaron contando estrellas y lunares. Luego se hizo tarde y se vistieron apresuradamente. Ella se dejó olvidado el sujetador en el coche. Blanco con topitos rosas. Si se dedicara a buscarlo en aquellas cajas llenas de reliquias lo encontraría. Y el mechón de pelo q le dio al terminar el verano -¿cuál?- o aquella canica azul hallada en la arena de una playa desierta.
         
          La primera vez se lo lleva como un tsunami con la segunda chupada del cigarrillo. Es otro verano pero el mismo veneno. Sus padres no están aquella noche y ella lo lleva en vespino a su casa. La física riñe con la pasión y en la no del todo improvisada clase de anatomía hay más mecánica q química. Después salen desnudos a la terraza y esperan a q el cielo derrame sus semillas coruscantes sobre el mar. La lluvia se hace esperar. Cuando por fin surca el firmamento la primera estrella fugaz, entrelazan las manos y piden al unísono un deseo q –ahora lo sabe-  nunca llegará a cumplirse.
       
         Se le aparece entonces sin su larga y característica melena rubia. El cambio no le gusta pero no se lo dice. Sigue pareciéndole tremendamente atractiva. El escote se ha vuelto generoso y sus turgentes pechos parecen no poder esperar a q él los libere de su encierro. El sostén de negro encaje promete fantasías nuevas por más q conocidas. Sus cuerpos se conocen mejor q ellos mismos así q los dejan hacer y sólo interrumpen, de vez en cuando, para trazar firmes y esperanzadores planes de futuro q- eso no lo saben aún- nunca se concretarán. No es una vida en común – y no lo será- pero es una vida feliz.
       
        El timbre suena de nuevo.
-Voy. Ya voy.


            Abre la puerta mirando al suelo, recreándose en el arco q dibuja la misma al girar sobre el quicial. Se descubre contemplando el tatuaje de un sol tribal en la parte media del primoroso pie izquierdo q las sandalias abiertas dejan entrever. Sube entonces bruscamente la mirada hasta aquellos ojos almendrados -¿marrones o verdes?-  sin q por ello fugazmente tome buena cuenta de aquellas estilizadas y bien torneadas piernas, de las bien proporcionadas y generosas curvas esculpidas en el corto vestido de transparencias negras, del  pretendidamente discreto escote, de su majestuoso cuello, de sus pulposos labios enmarcando aquella su franca y nívea sonrisa.

 Obviando el tatuaje sigue siendo la hermosa niña-mujer q, muy de tanto en tanto, sigue amenizando los sueños de sus solitarias noches. Incluso vuelve a lucir la cabellera larga y suelta por debajo de los hombros, enredada a la cual creen despertar sus dedos algunas mañanas.
-Hola y… perdone, pero ¿no vive aquí…?

            Su voz. La misma voz timbrada. Con quince, con diecisiete, con veinte y ahora con treinta y tantos. Tratándole de usted. Pronunciando su nombre y sus apellidos.
-Pues… no sé. Tal vez se tratara del anterior inquilino.

            Airado, cierra bruscamente la puerta. Vuelve sobre sus pasos y se derrumba en el sofá.  Exhala una última bocanada de humo al tiempo q apaga violentamente el cigarrillo, enciende el televisor y borra el mensaje del contestador.