martes, 16 de octubre de 2012

Bombón


Apenas tenía diecinueve añitos cuando yo, q la conocía desde su más tierna infancia, reparé en la profundidad de sus ojos azules, en la redondez helenística de sus curvas, en su larga melena rubia cuyos destellos envidiaba la luz misma q obraba el milagro. Mi padre, a escondidas, me repetía a menudo: ‑Esta chica es un bombón-; y así acabó llamándola cuando la confianza y el trato diario le dio el valor para hacerlo. A mí el mote al principio me producía vergüenza ajena, pero a ella, q a media mañana mezclaba el café con la leche condensada del tubito q llevaba en el bolso, aquella picaresca la hacía sonreír.
   
Empezó por ayudarnos con la mudanza cuando, al volver yo del servicio militar, decidimos establecernos en el pueblecito costero en el q hasta entonces sólo pasábamos nuestras vacaciones: clasificaba la correspondencia, ordenaba los archivos en el despacho de papá, distribuía carpetas y libros por los estantes, compilaba las viejas facturas y los nuevos recibos, mecanografiaba algunas cartas y, lo más importante, soportaba la siempre cansina conversación de mi padre; así que al final, acabó empleada en casa como su secretaria particular.
Yo le ayudaba al principio con las tareas de menor importancia y, cuando mi padre me lo pidió, traté de transmitirle las escasas nociones q sobre ordenadores poseía. Porq, desde hacía un par de años, decoraba el despacho de nuestra anterior vivienda un ordenador personal q, aunque adquirido con el fin de facilitar el trabajo de mi viejo padre, no había sido usado sino como soporte para mis videojuegos en un primer tiempo y como almacén de mis poesías de adolescencia y escritos más o menos literarios después; y porq papá había tenido la muy brillante idea de darle el fin para el q estaba destinado y nadie mejor que Bombón, a la q pensaba pagarle unas clases de ofimática q no llegó a tomar, para cumplir aquel cometido.
Con mis pocas  enseñanzas pronto se puso a mi nivel, q era el de un completo advenedizo en la materia: lo justo para crear sus propios archivos de datos, los formatos tipo de cartas comerciales y todas esas cosas tan sencillas y tediosas. Ella seguía mis explicaciones con sus grandes ojos fijos en las letras de diminuta esmeralda que iban apareciendo en el monitor, mientras yo desviaba no pocas veces la atención hacia sus piernas q, ahumadas por la lycra de las medias, se realzaban en su belleza. Qué oculto placer sentía yo al rozar sus muslos con la punta de mis dedos para señalar así un error al pulsar la tecla equivocada. Qué enorme regocijo alcanzar, casi imperceptiblemente para ambos, su seno más próximo al interpretar en el aire un ensayado ademán que reforzara mis explicaciones. Y sus grandes ojos fijos en la pantalla, como queriendo enamorar el frío cristal, tan ajenos a aquellos diminutos excesos míos.
No duraron estos pequeños momentos de alegría tanto como hubiera deseado, pues no tardé en comprender, transcurridas un par de semanas, q ya no precisaba mi ayuda para manejar el ordenador. Di pues por finalizadas mis clases advirtiéndole q extremara el cuidado en no destruir alguno de mis archivos personales. No les concedía  importancia ante ella, pero evidentemente la advertencia me contradecía.
No es q me sedujera la idea de q llegara a leer aquellas poesías de una adolescencia olvidada, tan ajenas ya a mí y tan lejanas en mi memoria, tan sentimentalistas, tan cursilonas las más veces. Pero tenía, al tiempo, la certeza de que lo acabaría haciendo y esa certeza me impulsaba estupidamente a creer q tal vez se enamoraría de mí  -como yo lo estaba ya por entonces de ella- a través de aquellas poesías como de un moderno Cyrano. No poseía sin embargo esta idea el suficiente atractivo como para q no me inquietara la probable violación de aquel resquicio de mi intimidad, ni era ajeno a la vergüenza q ello me haría sentir y, en esta dualidad, me debatí durante unos días.
A mediados de junio ella le anunció a mi padre no  sólo que no tomaría las clases q él se ofrecía generosamente a pagarle, sino también q a principios del próximo mes dejaría de ejercer sus funciones de secretaria, pues con el renacer del verano y el consiguiente auge de la hostelería le habían ofrecido un empleo mejor remunerado como camarera en un restaurante de playa.
Mi padre se limitó a asentir al tiempo q, mirándome de soslayo, me sugirió q tal vez también a mí me había llegado la hora de empezar a preocuparme por mi futuro.
No pude evitar pensar q mi débil y estéril galantería hubieran influido en su decisión, pero su conducta no apoyaba mi suposición: me brindaba el mismo trato amable de siempre y su sonrisa presidía nuestra fútil, escasa y mal llevada conversación.
Por otra parte aquello ahuyentaba el temor a que mis secretos literarios fueran desvelados por la excesiva curiosidad de aquella q había sido mi encantadora aprendiz, lo cual provocaba en mí una fingida indiferencia que vagaba tan cercana a las fronteras de la tristeza como a las de la alegría.
Apenas surgido y ya empezaba a marchitarse mi veraniego sueño de amor, vencido por su aparente desinterés, cuando la encontré la noche de San Juan acodada en la barra de un bar conversando alegremente con el camarero, fijas en su cuerpo, centro absoluto del diminuto universo del local, las miradas de la concurrencia masculina. Me acerqué  a saludar y la invité a una copa q aceptó de buen grado. Era escasamente la una pero yo llevaba ya en el cuerpo la cantidad de alcohol q hubiera debido dosificar hasta más allá de las cuatro. Estaba gracioso y ella reía mis gracias. Luego, sin más, le dije q se viniese conmigo y ella entendió todo lo q con aquellas pocas palabras había querido decirle porq me contestó q no, q había bebido demasiado. Se despidió haciendo hincapié en lo curioso q le resultaba el hecho de q a estas alturas, y con los años que hacía q nos conocíamos, viniera a interesarme ahora por ella.
Salí del bar con renovada sed y gasté mi dinero en saciarla.
Mucho más tarde fue ella quien me encontró.
Había borrado de mi mente su imagen así como  la idea infundada de su presunto interés por el camarero porq no hay envite ni rival capaz de vencer los efectos de unas copas de más. Estaba completamente borracho, sentado en las escaleras q daban acceso al piso superior de la discoteca a la q acudía a acabar mis noches. Mis amigos me habían abandonado a mi suerte cuando burlarse de mi estado ya no les proporcionó diversión alguna y convencidos de q para mí nada iba a ser tan reparador como dormir en cualquier rincón. Bombón se sentó a mi lado, trató de hacerme hablar, intentó levantarme sin éxito, me dio un poco de agua y me mojó la cara y al primer síntoma de mejoría se ofreció a llevarme a casa.
Abrió con la q todavía era su llave, me guió hasta mi cuarto, me desnudó lo justo y me metió en la cama. Luego apagó la luz y ya se disponía a marcharse cuando yo, aferrando su mano, acerté a mascullar:
‑ Quédate conmigo.
Hicimos el amor torpemente como si se tratara para ambos de nuestra primera experiencia. Yo, para disculparme, ya más lúcido, dije:
‑ Los dos hemos bebido.
Ella asintió en silencio. Clavó sus azules y grandes ojos fijos en los anaqueles en los que reposaban mis libros frente a mi cama. Habló de Antonio y de Juan Ramón. “Juan José”, estuve a punto de corregirla antes de comprender q no se refería al par de juerguistas q a aquellas horas, asidos a un vaso y soñando despiertos, aún correrían tras las faldas de alguna chica extranjera. Entonces dije algo sobre Neruda –en aquel momento creía firmemente q aquellos grandes ojos fijos habían sido azules-, recité las primeras estrofas del conocido poema número veinte y acabé hablando sobre su muerte y el golpe.

Ella recitó, entero, un poema del que dijo desconocer su autor y bajó  sus párpados para entregarse al merecido sueño. Yo me debatí con Morfeo un buen rato tratando de recordar quién era el dueño de aquellos versos q acababan de expirar  en sus carnosos labios. "Ya lo pensaré mañana", me dije convencido de no haberlos escuchado por primera vez escasos momentos antes.
Despertamos cuando el día clareaba y nos entregamos de nuevo al amor sin lograr superar la torpeza de la primera vez. Al acabar, ella se abrazó a mí, vuelto yo de espaldas, y me besó la oreja al tiempo q acariciaba mi pelo. Me sorprendía q no me doliera la cabeza, como era costumbre en mis resacas, pese a q sentía como la sangre me golpeaba las sienes y me hinchaba las venas del cuello con cada latido de mi corazón.
Tenía en la boca el dulce sabor de sus besos: ¿Bailey’s, café bombón? Supongo q aún estaba borracho cuando le dije:
‑Te escribiré un cuento, pero ahora vístete y desaparece.
Acababa de recordar q los versos eran míos.