miércoles, 24 de octubre de 2012

Argelers diez de marzo, Andorra la Vella veintitrés de abril


Diada de Sant Jordi de dos mil once. Lunes para más señas. Casi podría decirse q despierto en la única cafetería q encuentro abierta, poco después de las nueve y media, en pleno centro de Andorra la Vella. El verdadero corazón de la ciudad, quizás, se encuentre lejos de aquí,  lejos de estas calles estrechas flanqueadas de edificios de cinco o seis plantas y surcadas de tiendas y centros comerciales, de ávidos vendedores y sus aleccionados empleados. Los bares y los comercios están cerrados, sus aparadores enjaulados esconden bajo un manto de terciopelo artículos con los que los comunes mortales ni tan siquiera soñamos: Breitling, Rolex, Cartier, Louis Vuitton. Por aquí pasean felices, fines de semana y días de guardar, en tropel, turistas consumidores de escasos recursos y pseudoricachones sin más gusto que el de la ostentación, viejos franceses compradores del Ricard q tienen prohibido, de tabaco para sus saludables nietos que ya no fuman, de españoles -todos- viejos que adquieren tabaco para sus hijos obstinados en el mal hábito, y güisqui y coñac y prótesis dentales y cristales para sus gafas.
Nadie a esta hora. Excepción hecha de algunos escolares transfigurados en  ocasionales vendedores de rosas q persiguen sin desmayo a todo aquel q, huidizo y esquivo  –como yo-, con cara de pocos amigos y/o de no haber conocido jamás el amor, acude al trabajo o simplemente busca un lugar donde guarecerse del frío y la humedad. Llovizna y la temperatura, según anuncia orgulloso en una esquina el panel cambiante de una farmacia también cerrada, es de tres grados. Bendita primavera.
Me levanté temprano –mucho antes-  para acudir a rehabilitación. Rotura con desplazamiento del quinto metacarpiano de la mano derecha, reza el informe. Tras un largo mes de inmovilización, desestimada la intervención quirúrgica, asistir religiosamente a las horas concertadas por al centro de La Massana asignado por la CASS, por aquello de la cercanía a mi actual domicilio, es la única manera q tengo de asegurarme el sustento: accident laboral.  Mi permiso de trabajo expira en una semana: prolongar la baja es la única forma de permanecer en el país legalmente.
Pero mis pensamientos están muy lejos de estas –mis verdaderas, únicas, tal vez imperantes- preocupaciones: encontrar una nueva ocupación es tan agotador como estéril.
No tengo tiempo de abrir mi libro -el desenlace del cual postergué con esfuerzo sobrehumano, no sólo el fin de semana, también la inmediata hora y media anterior a mi entrada en el bar -q he pasado entre masajes, ejercicios dedicados a fortalecer los atrofiados músculos de mi mano, corrientes eléctricas, ultrasonidos e infrarrojos. -  por sus últimas páginas cuando más presto q solícito, el camarero portugués (pitorreándose del asiduo cliente culé q, sin saludar y con un ligero mohín de enojo, tras desechar el Marca opta visiblemente disgustado por La Vanguardia y alcanza una mesa vacía y apartada) en un medianamente inteligible castellano y sin mirarme de frente, ligeramente de perfil, sin q por ello su prominente nariz llegue a encubrir del todo el cartel que detrás de él reza “En català ens entendrem” me pregunta –entiendo q es a mí- “qué será”.
-Un café con leche. Del tiempo –añado con fingido acento catalán recién llegado de Burgos-.

Once años más tarde de su publicación (y ocho después del estreno de la película de Trueba), en una cafetería de Andorra, abordo la últimas páginas de Soldados de Salamina. Mil veces recomendado por un sinfín escaso de amigos a los q ya no veo, no trato, no frecuento, seguramente ni conozco ya, y en los q no dejo de pensar mientras dura la rehabilitación/la lectura, el libro cae en mis manos. Nadia, mi fisioterapeuta, sujetando mi mano derecha lejos de la novela de Cercas exclama: -¡Es buenísimo, te encantará!-. Quince sesiones más tarde estoy a punto de descubrir cómo acaba este “relato real”.
Son apenas (encore) veinte páginas. Pero el café con leche empieza a tener sabor a chicoria de calcetín aderezada con coñac, el bar puede ser una residencia de ancianos del Maresme (donde, ahora lo sé, no sirven Somontano en los restaurantes, lo siento Roberto), Miralles puede llamarse Jaime y ser mi padre, Dijon puede muy bien ser Stockton (¿Andorra?) y a Françoise –te quiero tanto Laura- siempre podré tocarle el culo en nuestra cocina de la Catalunya Nord.

                                               ***

Estuve en Argelers, el diez de marzo: cuarenta y cinco días atrás. Con mi mujer  –Laura-, mi cuñado –Denis- y mi perra –Tess- (de buena gana hubiera escrito con mi mujer, mi perra y mi cuñado).
Esa mañana desperté en Figueres, en la soleada habitación de un hotel cuyo nombre no recuerdo, y era feliz. Feliz. Felices. Sólo - luego, un instante, un momento-  el recuerdo de su hijo, al filo de cumplir cuatro años,  q no estaba con nosotros pues el convenio de separación dictaba q ese fin de semana debía pasarlo con su padre, consiguió desenredar mis dedos (escayolados entonces) de su rubicundo pelo, desdibujar la sonrisa q trazaba con su índice ella en mi espalda, hacer desistir a nuestra chucha en su tímido intento por subirse a la cama y  compartir nuestra dicha.
Entonces, –quizás- sonó el teléfono.

Trazamos planes con mi cuñado. Visitar el Museu Dalí, llegarnos a Port Lligat, el Cap de Roses y comer en Cadaqués. Fue entonces, algo ebrios de lladoner y viura, con los cafés y el moscatell, cuando propuse –sin esperar disentimiento alguno- acercarnos a Argelers.

En la sobremesa anduve divagando sobre los retales de recuerdos, transfigurados por mi memoria, q mi padre, seguramente transfigurados por la suya, me había transmitido sin énfasis, sin premeditación, sin cronología, sin detalle y tal vez ya sin un interés u objetivo definido y claro: un recuerdo q avanza como entre trincheras y alambre de espino y sangre de muertos sin nombre y confusión y humo y un agotamiento eterno y, entonces, descubre q ya nada importa porq sólo cabe la derrota y, vencido, se bate en retirada y sin saber muy bien cómo acaba –o nace- en aquel campo: el frío, el hambre, la enfermedad, los piojos: égalité; los compañeros, los amigos, la esposa, los hermanos: fraternité; los soldados senegaleses y su inquina, el gobierno francés y sus “desvelos” por los combatientes republicanos q “aloja” en su suelo, la muerte y su promesa: liberté.
Fue ya en el sinuoso camino de la frontera, costeando viñedos que desafían a los acantilados y pugnan con las olas, atravesando pueblos calados al mar,  indigestados por la interminable sucesión de curvas mareantes como el oleaje en altamar, cuando me vino el único, preciso, verosímil y anecdótico recuerdo (mío y/o de mi padre) de cuántos “amenizaron” nuestro periplo: los panes y sus cruces.

Nos formaban en fila y a cada cuatro nos correspondía un pan. Venían éstos redondos como panes de payés pero más pequeños, con unas hendiduras en forma de cruz facilitando así (amén de un mejor, o al menos correcto, horneado) q el receptor del mismo –el primero de los cuatro a los q iba destinado- pudiese fácilmente hacer cuatro partes y repartirlo con sus tres compañeros: los situados inmediatamente detrás de éste en la fila.
Ocurría pero, y no pocas veces, q el q recibía el pan de manos de uno de aquellos negros hijos de la gran puta, hallándose en mejor situación no sólo estratégica, también física, echara a correr con el pan, como alma q lleva el diablo hasta el lugar más recóndito del campo, dejando a sus compañeros más hambrientos de lo q ya estábamos y más desolados y abatidos q furiosos.

Una lágrima, de rabia e impotencia – por fortuna, así lo pensé, yo ocupaba el asiento trasero- rodó por mi mejilla (como tantas veces -también por fortuna, claro- tantos años atrás lo hizo por la de mi padre) a nuestro paso por Portbou, imperceptible para  quiénes me acompañaban. Mi mujer y su hermano destripaban por entonces a la expareja de Denis -Tania  (portbouense de adopción), extía del hijo de Laura, exmadrina de mi hijastro y mi ¿exconcuñada?- completamente ajenos a mi monólogo sólo ligeramente etílico, la cual había desaparecido de nuestras vidas meses atrás para correr a echarse a los brazos de un fornido panadero de Vilajuïga.
En el otro bando (¿el mío?), en el q me hallaba, es decir, algo ebrio en el asiento trasero de un 308 camino de Argelers, el nombre de ese pueblo q jamás había oído, Vilajuïga, me evocó el nombre de Vila Sanjurjo y me trajo el recuerdo de “mi otro padre”.
Mi abuelo Gregorio, en realidad “sólo” mi padrino – el segundo marido de mi abuela-: mi padrino: mi “padre”. Mi abuelo. Mi abuelo q no lo era y me hizo de padre. Mi abuelo, trece años más joven q mi padre, q apenas recordaba la guerra quizás por ser muy niño entonces. O porq en aquel impreciso lugar de la sierra jienense, donde con tanta crudeza se dejó sentir la contienda, quizás no le alcanzara y la guerra fuera apenas un rumor vago y lejano de pueblos vecinos a donde, al principio supongo y a decir de las gentes medrosas, se iban a llegar los rusos. O una columna de humo y ceniza q se otea en la lontananza y q  bien pudiera provenir de la quema de una iglesia con sus santos y sus vírgenes. O porq quizás en aquellos montes no había ni pueblo pues mi abuelo, sólo un niño, era cabrero y no debió ser hasta bastante más tarde cuando su memoria adquirió los distorsionados recuerdos de otros lugareños mayores q él que hablaban de tropelías causadas por las hordas rojas y de paseíllos organizados por nacionales y falangistas. O porq sencillamente había olvidado obligándose a no recordar y su memoria se había poblado de silencio.
Lo q si recordaba mi abuelo era haber servido años más tarde en la legión, en Villa Sanjurjo, durante tres años, acabada ya la guerra, instaurado ya el régimen, y desfilado con indisimulado orgullo – insistía divertido en el hecho con el sólo objeto de soliviantarme-. ante el mismísimo Generalísimo en aquel poblacho del Rif, entonces parte del Protectorado español de Marruecos.

Los dos, mucho más tarde, llegaron a Barcelona más o menos en las mismas fechas. Mi padre desde Alicante, huyendo de la persecución fascista. Mi abuelo desde Jaén, huyendo del hambre.
Fue en mi adolescencia cuando intenté conocerlos realmente a ambos. A mi padre lo admiraba con ese desprecio que se siente por aquel q lo ha tenido -lo ha conseguido- todo y no ha sabido conservar nada. A mi abuelo lo despreciaba con esa admiración secreta q suscitan aquellos que nunca tuvieron nada y nunca necesitaron, pretendieron ni codiciaron nada q no tuvieran.
Los dos murieron, mucho más tarde, en Barcelona y el mismo año, en enero y febrero respectivamente, al albor del nuevo siglo, llevándose ambos los secretos de sus vidas –las anteriores, las q con tanto afán ocultaban, callaban o divagaban- q con ahínco pero en vano había tratado tantas veces sonsacarles. 

                                               ***
Llegamos a la playa cuando el ocaso empezaba a teñir de rojos y azules marinos el cielo rasgado hacia el horizonte por escasas y blanquecinas nubes: los colores de la bandera francesa ondeaban orgullosos en el firmamento.
La tarde era fría y húmeda. No había apenas transeúntes y sólo mi perra parecía disfrutar del paseo después de tantas horas de viaje y encierro en el coche. Recorrimos un largo trecho en mi afán por encontrar el monolito en recuerdo de los cien mil republicanos internados en el campo y q, según había leído, se encontraba en las proximidades de aquella Plage du Nord. Un chiringuito de souvenirs en el paseo, q entre sus muchas y diversas bagatelas exhibía las banderas francesas, catalana, y la rojigualda del reino de España junto con la tricolor republicana, estaba a punto de cerrar. Su propietario, un abuelete rubicundo y regordete de sonrosadas mejillas, trataba en vano q el pequeño de la bicicleta, probablemente su nieto, dejara sus correrías y le ayudara a recoger y guardar la mercancía. Ateridos –mis acompañantes visiblemente desangelados, incapaces de disimular ya su desinterés por mi búsqueda- nos acercamos a indagarle la ubicación exacta del memorial. El viejo por toda respuesta se encogió de hombros y masculló una excusa q no entendí o no recuerdo.
Aún anduvimos un buen rato, siempre hacia el norte, con el mar a nuestra derecha y el húmedo levante azotándonos de costado. Finalmente dejé el paseo y me adentré en la playa. Recogí un puñado de arena q metí en una de las bolsitas q llevaba en previsión de los apretones de mi perra y caminé hacia la orilla, sin preocuparme siquiera de si mi mujer y su hermano me seguían, y me dejé caer vencido sobre un tronco arrastrado por la corriente. Allí, sentado de espaladas al encrespado mar, me limité a escuchar el silencio. El mismo silencio con q indefectiblemente mi padre interrumpía sus recuerdos de aquel lugar, de aquellos hechos q sin duda habían dejado a medias una vida anterior, como a medias dejaba él sus breves e interrumpidos relatos de las miserias q le tocó vivir y q ahora se perdían, se borraban con la misma implacable celeridad con q lo hacían mis recientes pisadas en la arena.
Tess vino hacia mí y lamió las puntas de mis dedos escayolados. El flash de una cámara restalló inmortalizando mi derrota. Porq también era mi derrota, mi pérdida. Laura se acercó y se llevó en sus labios las dos lágrimas q tímidamente afloraban en mis ojos.
-Vámonos -me susurró con cariño,- aquí no vas a encontrar nada.

                                                           ***

Devoro las veinte páginas en el tiempo q empleo en deglutir el cruasán mojado en el café con leche. Demano un xupito i el compte. Pago y desaparezco. Salgo a las calles para descubrir q ha dejado de llover y q ahora se agolpa en ellas un gentío alrededor de los escasos puestos de venta de libros y rosas. Me entremezclo con el mundo. Deambulo entre la muchedumbre de rostro alegre q les ha pintado la apariencia del falso festivo y q poco a poco vence al marasmo q me inunda de silencio y vacío desde q cerré el libro por su última página. Sin embargo, sé q allí tampoco voy a encontrar nada salvo la pesarosa certeza de no poder olvidar lo q nunca se supo ni a aquellos a quienes no se llegó a conocer.
Finalmente compro tres rosas: una roja, una amarilla  y otra lila. Y le mentiré alegre a Laura cuando me entregue el libro q me habrá comprado: - Una por ti, otra por el chiquillo y otra por mí. ¡Y para celebrar los tres años de la instauración de la república independiente de nuestra casa!

            

Todos los triunfos con la suerte contraria


La llamaban Lascuarenta  y sobre su apodo corrían no menos de cuarenta versiones.
A una chica escuálida de pecho escaso y voz de sirena de feria la escuchó comentar divertida a sus amigas -en aquel antro q era el Sin y q aquella noche, como todas las noches, era lo más parecido a un concurrido cementerio de elefantes-, todas vestidas para un safari nocturno, ávidas de la sangre de sus presas q sin duda intuían aún caliente, q a la buscona de Lascuarenta la llamaban así porq para encerrar sus tetas y mantenerlas cautivas bajo su ropa tenía q coser juntos dos jerseys de la talla cuarenta.
La enana rechonchita y estrábica de melena leonina, q en corsé y mallas hacía las veces de recogevasos, y a la q todos llamaban Lapeque, desmintió a Laflaca asegurando q no era una cuestión de talla sino de peso. Las ubres –término q empleó para referirse a los senos de Lascuarenta- pesaban cuarenta arrobas, sin q aclarara si se trataba de cada uno de los pechos por separado o de los dos juntos. Ella misma se los había sopesado con aquellas manos diminutas de exiguos y regordetes dedos q apenas podían sostener un limón cuando ayudaba ocasionalmente en la barra. Ninguna de Las Escuálidas Cazadoras parecía saber cuántos kilos eran una arroba pero antes de q pudieran preguntarlo Lapeque puso pies en polvorosa cargada con una bandeja de vasos vacíos evitando q alguno de los etílicos clientes la arrollara en su afán por llegar al mostrador.
Los Amigos del Amanecer -un grupo de perennes solteros treintañeros prematuramente envejecidos, q eran mayormente toda la caza q aquellas chicas demacradas podían encontrar en el Sin-, debían su nombre al hecho de ser los únicos a los q se les permitía permanecer en el local más allá de las cinco, cuando éste bajaba su persiana, la música se mantenía con sordina y la única mujer en el lugar era una diosa polvorosa por la q todos moqueaban y cuya omnipresencia se manifestaba al mismo tiempo en los servicios, en la barra y en al menos tres mesas y a la q llamaban  cariñosamente Dama Blanca. Según a quién le preguntara de entre éstos hallaría una de las dos versiones de las q el grupo sostenía.

Así, unos pocos mantenían q su verdadero nombre era Lascuarenta Enbastos porq era capaz de comerse cuarenta trancas cada noche. A algunos se la chupaba dos o tres veces y a otros menos afortunados solamente una. Pero si no se llevaba las cuarenta pollas a la boca  –alguien de los menos habituales, un no asiduo o quizás simplemente un tipo con un  rostro de lo más común, q bien pudiera pasar desapercibido las más de las ocasiones, de vuelta del lavabo y abrochándose la bragueta interrumpió la exposición al grito de “esa lo q se come son cuarenta pollos”- no había nada ni nadie q pudiera hacer q emprendiera el camino de vuelta a casa por mucho q todos los bares estuvieran cerrados, las calles desiertas y el sol, una vez más, se empeñara en demostrar q la larga noche había acabado.
De entre éstos sólo El Rey del Amanecer se jactaba, y a menudo, de haber contribuido en incontables ocasiones a la causa de Lascuarenta. Hasta la había acompañado, según él –y nadie se atrevía a contradecirlo, si bien él tampoco atajaba las miradas burlonas y de complicidad q sus amigos, tal vez sólo compañeros, intercambiaban durante su perorata-, a su casa, o la había invitado él a la suya para cantar juntos no ya las cuarenta en bastos, sino aprovechando la suerte cantar también las veinte en espadas. Para él era Lascuarenta Ytantas.

Otros de Los Amigos del Amanecer defendían sin embargo q a Lascuarenta el mote le venía por su afición y tolerancia al alcohol. Le daba igual cerveza o sidra q vino y lo mismo podía pedirse un martini q un destornillador, un gintonic o un cubalibre. Era Lascuarenta Encopas y de cuarenta copas no bajaba la noche q salía. Las primeras las pagaba ella. A veces empezaba en el Screwed y terminaba en el Dreams. Otras en el Lips para acabar en el Passion. Pero siempre, siempre pasaba por el Sin. Allí, Elasolas podía escuchar un sinfín de anécdotas sobre incautos -entre por los q por supuesto ninguno se incluía-, q habían pagado gustosamente la bebida de Lascuarenta: crédulos q sucumbían a la mirada perversa q encerraba su rostro angelical o a las abundantes promesas  q sus voluptuosos senos hacían sin pudor y q comprendían demasiado tarde q habían jugado mal sus cartas y perdido la ocasión de cantar las veinte en oros.
Ya de mañana, en el bar de la esquina, donde los domingos es habitual encontrarse, juntos y rezagados, a Los Amigos del Amanecer y a Las Escuálidas Cazadoras, sin más quehacer q discutir sobre a quién le toca pagar la ronda de quintos, apostar a quién pillar el último gramo o a quién mendigarle una última raya, o dilucidar quién conserva aún suficientes bienes para convertirse en candidato a compartir un taxi en la retirada, escuchaba contar al regente del Punjab q Lascuarenta se ganó su sobrenombre en el transcurso de una apuesta.
Allí estaba Elgordo -q abierto en canal pesará sus buenos ciento treinta kilos – acodado en la barra ante cualquier cosa q pudiera saciar su voraz apetito. Alguien explicaba entonces q había sido un joven con cierto atractivo hasta q le tocó el gordo de navidad el mismo año en q sus padres murieron en un accidente de tráfico dejándole cuanto poseían en herencia, incluida la genética q hasta entonces no se había manifestado, aunq  no había unanimidad sobre cuál de sus progenitores había sido el más orondo. Elgordo venció la depresión yantando y, gracias a ello, desde aquellos lejanos tiempos podía jactarse de no haber tenido una recaída pues nunca  cejaba en sus excesos alimenticios. A la menor ocasión hacía gala de su prominente obesidad e importunaba a cualquiera q se prestara a escucharlo  mientras presumía de su capacidad para comerse cuarenta porras mojadas en delicioso chocolate caliente. Y por allí, según cuentan, apareció una mañana Lascuarenta recogiendo el guante. Y se ganó el alias, aunq nadie sepa aún cuál es su verdadero nombre ni si ganó o no aquella apuesta, ni si se comió o no las cuarenta porras y si lo hizo o no en menos tiempo q su contrincante. Tampoco si todas las mojó o no en el chocolate. Al menos, esa mañana, Elgordo no parecía nada dispuesto a dejar a un lado sus aceitosos huevos fritos con panceta y chorizo, ni a defender tercamente su cestilla del pan,  para despejar las dudas del personal.
 No hubo discusión porq no se oían ya las diferentes versiones sobre el auténtico origen del mote de Lascuarenta, ni las desacreditadas voces de los q aseguraban conocerla bien por tal o tal otro motivo y q afirmaban q era hija de Fulana o Mengana y q su nombre era Zutana porq para entonces alguien levantó su botellín y empezó a gritar q de allí nadie se iba a mover antes de q se bebiera cuarenta cervezas. El de la camisa partida adornada de lamparones, con menos dotes q entusiasmo, entonó la canción de Los Toreros Muertos. Y Elpenas aprovechó el barullo para, con escaso disimulo,  sacarse la chorra por debajo de la mesa y orinar en el piso poniendo todo el cuidado q su embriaguez le permitía en no salpicar los zapatos o la pernera de alguien. El Rey del Amanecer se alzó entonces de su silla y con la china en una mano y el mechero en la otra proclamó q él se fumaría cuarenta porros. Cuando, con más descaro del q Elpenas empleaba en subirse la cremallera de la bragueta, empezó a calentar la piedra, con el papel de fumar colgando de la oreja, Elpaki -el regente del Punjab-, simplemente miró para otro lado. Las Escuálidas Cazadoras pedían más chupitos de vodka negro –como sus vestidos, como sus marcadas ojeras-, incapaces de  recordar cuándo algo q no fuera alcohol humedeció sus labios por última vez y sin caer en la cuenta de q con los q acababan de dejar vacíos en la barra ya alcanzaban la cuarentena.
Para entonces nadie era capaz ya de entender, por debajo del creciente runrún, ni un ápice del resto de las versiones conocidas q, sobre el mote de Lascuarenta, aún corrían como un reguero de pólvora por entre la heterogénea  concurrencia del bar. Tampoco es q le importaran ya a nadie. Y nadie vio tampoco como Elasolas dejaba el  euro diez del café encima de la barra, se despedía con ademán insulso y salía del bar a esa hora en q uno a uno se apagan los faroles para alejarse cojeando –con aquella pierna renga q era todo cuanto su vieja pasión por las novilladas le había dejado- sin rumbo, dándole vueltas a qué iba a hacer con su vida.  
Su último y lejano empleo había sido como administrativo sanitario y no era ya capaz de asegurar con exactitud cuando dejó de percibir la ayuda  por desempleo. En cambio podía enumerar y citar con precisión las fechas y los motivos de los ocho ingresos de Lascuarenta q, en el centro de salud en el q había trabajado, se produjeron estando él de servicio. También allí la conocían por Lascuarenta aunq nadie le dijo nunca, ni él tuvo la osadía de preguntar jamás, cuál era el origen de aquel apodo. Consultó alguna vez los viejos registros y los ingresos datados q encontró, aunq eran muchos, no sumaban cuarenta.
En una ocasión hubo de asistir, debido a la creciente escasez de personal provocado por los primeros recortes en sanidad llevados a cabo por el gobierno, al médico y a las enfermeras q se encontraban de guardia cuando Veronica  Forti (36 años, italiana, etc…), comúnmente conocida como Lascuarenta, ingresó con lo q parecía una intoxicación etílica agravada por el consumo de otras sustancias. Durante unos instantes contempló con pavor la casi desnudez de aquel cuerpo de blanquecina piel infestada de cicatrices con aquellos enormes senos derramándose por ambos lados de la estrecha camilla . Las empezó a contar, absorto e inmóvil, ajeno a cuánto se decía entre aquellas cuatro cortinas verdes hasta q la imperiosa voz de una enfermera le instó a abandonar el box. Sólo en los antebrazos contó seis y por lo q había intuido antes de q alguien la cubriera con una sábana podían muy bien ser cuarenta.
Anduvo hacia el quiosco con la intención de hacerse con el semanario Aplausos y antes de q llegara  a  la esquina le asaltó la absoluta convicción de estar a punto de afrontar a Lascuarenta recién salida de chiqueros. Sus cuarenta años mal llevados y su porte soberbio aparecieron un instante después casi dos pasos por detrás de sus tetas. Pensó fugazmente en darse la vuelta, en huir por dónde había venido, en desandar anadeando el camino. Pero ya era tarde y trató de ponerla en suerte con un atribulado “buenos días” al q ella respondió seca, pero educadamente, de una forma un tanto lastimera no exenta de un atisbo de femenino orgullo q se hizo patente en el modo en q se atusó con la mano los rizos dorados y nacarados como el circonio q, apenas un momento antes, ondulaban al viento como ajados gallardetes.
Antes de q pudiera, siquiera toscamente, devolverle el saludo, ella le pidió el suelto: -Para el metro,- dijo. Hizo un vago ademán de negación con una mano mientras con la otra ya estaba hurgándose los bolsillos. Con esmero trató de no extraer el arrugado billete de cinco q aún conservaba y se esforzó en reunir veinticinco míseros céntimos y, al tiempo q se los entregaba encogiéndose de hombros, se descubrió implacable diciéndose para sus adentros: - Cuarenta pesetas: Lascuarenta Pelas.
 Ella no le dio las gracias y se despidió de él con algo parecido a una V esgrimida por su índice y su corazón q en nada se asemejó a un gesto triunfal. Antes de darle la espalda para proseguir cojeando su camino miró fugazmente sus ojos metálicos -a juego con el pelo-, vidriosos y entelados, deteniéndose en el tenue reguero de sombra q rasgaba su candorosa cara y q habían creado las lágrimas secas y ennegrecidas q habían descorrido su rímel. Tenía el fracaso pintado en el rostro y a pesar de ello le seguía pareciendo altiva.
La vio alejarse durante un momento, con la gallardía en el andar de un torero durante el paseíllo. Entonces, inesperada y bruscamente volvió sobre sus pasos y hubo de enfrentarse a  ella como el matador q espera la embestida del morlaco con la capa extendida  a punto de ejecutar torpemente una verónica sin atreverse a gallear y rematarlo de farol.
-Te los devolveré, -le espetó acometiéndole con sus tetas. – Mi chiamo Vittoria. ¡Vic-to-ria! ¿Comprendes capullo? Victoria. Vicky –se rió desafiándolo,- para los amigos.

Se esfumó un instante, como si se la hubiera tragado el desmañado y cuarteado muletazo, para reaparecer herida unos metros más allá. Caminaba titubeante, pero con suficiencia, rozando los edificios como el toro q se encierra en tablas. Su cabellera ensabanada desprendía esquirlas al rozar los muros como un astado arrancando astillas a la barrera.
Elasolas cruzó la calle hacia el quiosco donde un descolorido cartel publicitaba la novela de Coelho Verónika decide morir. Cogió un periódico deportivo junto con el semanario taurino y se oyó despedirse cruel y tardíamente de Lascuarenta, negándose a compartir su derrota, dándole la puntilla con un “Ciao Vero”.