jueves, 27 de junio de 2013

Con los suyos

Durante las postreras semanas sus pensamientos habían constituido su principal, si no su única, tortura. No la extenuante fatiga, ni la constante e infinita hambruna, ni siquiera el obsesivo y exasperante deseo de supervivencia al q desesperado se aferrara desde q su unidad entablara los primeros combates. Éstas habían de ser sus segundas navidades lejos de casa.
En los últimos meses el frente lo había acercado inexorable de vuelta a su pueblo, a su casa, a su hogar. A Blanca: su amada esposa. A Pol: el hijo al q aún no conocía. A su madre Roser: auténtico pal de paller de la familia. Y a su hermano Antoni: travieso, juguetón y perennemente risueño.
Temblando de frío entre aquellas mantas roídas infestadas de piojos y liendres – en el improvisado campamento q constituían las ruinas del Mas d’en Curto, a escasamente doce kilómetros de su pueblo-  en todos ellos pensaba abstrayéndose de su propio sufrimiento, venciendo el castañear de sus dientes con una escasa y desdibujada sonrisa hasta q, sin ser plenamente consciente, su mano se deslizó en el interior de su casaca para extraer del bolsillo el trozo de tela blanca q desde hacía unos días guardaba celoso como un tesoro y q acunó con ternura entre sus manos como si de su propio hijo se tratara.
Las respiraciones de sus compañeros –algunos de ellos convertidos ya en  verdaderos amigos-, en aquella lúgubre y sombría estancia (un pequeño salón, tal vez un rincón convertido en  biblioteca: imposible de determinar dado el ruinoso estado de destrucción al q los estragos de la guerra lo habían reducido), denotaban un profundo sueño.
Acompasando aquella salmodia de bufidos se despojó de su escasa manta y se incorporó con sumo cuidado para calzarse las botas en la oscuridad de la noche. Fuera, a través del desposeído cristal del ventanuco, la luna creciente de diciembre apenas era un débil espectro en un amenazante mar de tenebrosos nubarrones. Caminó casi a tientas hasta ganar la puerta entreabierta y respirar el gélido aire q inundó sus pulmones con el aroma a ceniza de las casi extintas fogatas cuyos tenues rescoldos hacían bailar las incontables pilas fantasmagóricas formadas por los mauser –algunos aún calados con sus respectivas bayonetas- erguidos cual estructura de tipi desprovista de pieles.
Pero no cogió el suyo y prefirió una ramita de olivo rescatada de las pocas brasas q habría de servirle, llegado el caso, para anudar aquel pequeño retal de tela blanca q constituía su más preciada pertenencia y rendirse al enemigo.
-No soy un cobarde –balbució para sus adentros- y aún menos un desertor.

Se alejó con fingida despreocupación de los arruinados muros q a duras penas se sostenían aún y entre los q, por unos días, había encontrado cierto cobijo como si tan sólo saliera a aliviarse y se encontró con inusitada facilidad en el linde del bosque q rodeaba la masía. Allí se detuvo vacilante: quería volver la vista atrás, asegurarse de q nadie lo hubiera visto; pero se sentía atenazado por una fuerza desconocida q lo inmovilizaba impidiéndole el menor gesto, negándole toda voluntad. Fue la voz de Jaume el valenciano la q venció su inmovilidad.
-¿A dónde coño vas? ¿Qué cojones haces?

Cuando se volvió con ingente esfuerzo, disimulando un incipiente temblor,  hacia el lugar de donde provenía la voz del centinela, con la absoluta certeza de q no sería capaz de articular palabra alguna, y sus espantados ojos enfrentaron los de su compañero, descubrió atónito q el miedo también se había instalado en la mirada del otro.
-No,-dijo de nuevo antes de q ni siquiera pudiera pensar algo mínimamente convincente- no quiero saberlo. Suerte.

-Y feliz navidad –añadió aún al tiempo q volvió sobre sus pasos alejándose, prosiguiendo su ronda hasta q lo engulló la noche.


Sólo entonces, recuperado el vigor y el aplomo, se adentró en la oscuridad tenebrosa de aquel bosque q conocía tan bien como la palma de su mano –aquella con la q su madre, siendo él niño, recorría con la punta de su índice suavemente, siguiendo la línea de la vida, augurándole una larga, próspera y feliz-, o como las escasas calles de su pueblo por las q tantas veces había correteado persiguiendo un aro de metal cuesta abajo o destrozando zapatos pateando una improvisada pelota de trapo-, o como los rincones de la plaza de la iglesia donde una mañana se encontró ante Blanca y la miró con sus ojos nuevos como si nunca antes la hubiera visto.
Caminó al principio cauteloso e inseguro, sorteando matojos, reconociendo el terreno y evitando todo ruido. A medida q sus ojos se acostumbraron del todo a la oscuridad de aquella espesura su sentido de la orientación se agudizó y empezó a identificar  árboles q para él tenían nombre, riscos cuyas formas le eran conocidas, inexistentes senderos invisibles para los ojos extranjeros en aquellos parajes.  
Muy pronto pudo acelerar el paso para precipitarse al fin en una desaforada carrera por el camino q conducía al cementerio del pueblo. Corrió hasta q el palomar del Mas se fundió entre la silueta de aquellas colinas pedregosas e inaccesibles q dominaban el lugar y el campanario de la iglesia se dibujó con claridad en el horizonte.
Penetró entonces de nuevo en la espesura boscosa y reanudó su prudencial andar hasta ganar el linde desde el q se divisaba ya el camposanto y una de las entradas del pueblo del q ya sólo lo separaban unos cuantos terrenos de cultivo abandonados y tomados por las malas hierbas. Allí se dejó caer de espaldas contra el tronco de un pino, sacó el petate de su casaca, lió un cigarrillo y lo chiscó con dificultad.
Hubo de hacer un esfuerzo ingente para no dejarse vencer por un violento acceso de tos. Exhaló con dificultad el humo al tiempo q sintió una agradable y mareante sensación de abandono. Esperaría hasta poco antes del alba pues era el momento, como bien repetía siempre el teniente, más propicio para hacer una incursión.
Antes del amanecer estaría en casa. Con los suyos: para celebrar la Nochebuena. Agarrado a este pensamiento como un náufrago a un madero se dejó mecer por el duermevela.
Blanca vestía la ropa de los domingos y, enfrascada en acicalarse, dejaba a su suegra la tarea de engalanar la mesa mientras el pequeño Antoni correteaba entre las sillas llevándose a la boca a hurtadillas ora una aceituna ora un trozo de fuet. Su padre, q los había dejado bastante antes del inicio del conflicto, blasfemaba sin piedad, ya con un vaso de vino perennemente lleno en su mano culpando de aquel innecesario e injustificado dispendio a su esposa. Pero más tarde, solemne y ufano, trinchaba y servía el capón y rellenaba alegre y sin cesa las copas, incluyendo esa noche la del pequeño Antoni.
Poco antes de la madrugada, los villancicos se interrumpieron con la llegada de sus primos y sobrinos con la abuela Consòl dispuesta a encabezar la procesión familiar hasta la iglesia para asistir  a la misa del gallo.
De vuelta a casa Antoni, cuyas traviesas correrías y sus pequeños excesos con el vino habían dejado postrado bajo una manta dormido junto al lar, apenas despierto por la barahúnda del regreso, mostró su evidente enojo por no haber asistido –tampoco este año- a la misa.
Se incorporó de repente entumecido por el frío. Alzó los ojos al cielo q lentamente  se tornaba en un violáceo oscuro. Aún adormecido trastabilló al tiempo q un cometa surcó el firmamento y sintió el chasquido brusco y seco –como el de la puerta de la iglesia al cerrarla el monaguillo- de lo q le pareció una rama al quebrarse bajo el peso de sus pies. Se encontró tendido boca arriba contemplando un firmamento desprovisto de estrellas. Dibujó el lugar exacto donde se encontrarían a esa hora todas las constelaciones q conocía y, extasiado por su creación, se abandonó a la tibieza q empezaba a invadir sus miembros inertes. Sintió en su boca el cálido sabor del calostro
con q Blanca amamantaba a su hijo al cerrar los ojos y se dejó acunar por la luna  antes de q el encantamiento se desvaneciera al oír unos pasos q se acercaban y unas voces q decían:

-¡Mierda, Manel! Es el Miquel: el Miquel de los Font.

-¡Bah, éste ya está con los suyos!