miércoles, 24 de octubre de 2012

Todos los triunfos con la suerte contraria


La llamaban Lascuarenta  y sobre su apodo corrían no menos de cuarenta versiones.
A una chica escuálida de pecho escaso y voz de sirena de feria la escuchó comentar divertida a sus amigas -en aquel antro q era el Sin y q aquella noche, como todas las noches, era lo más parecido a un concurrido cementerio de elefantes-, todas vestidas para un safari nocturno, ávidas de la sangre de sus presas q sin duda intuían aún caliente, q a la buscona de Lascuarenta la llamaban así porq para encerrar sus tetas y mantenerlas cautivas bajo su ropa tenía q coser juntos dos jerseys de la talla cuarenta.
La enana rechonchita y estrábica de melena leonina, q en corsé y mallas hacía las veces de recogevasos, y a la q todos llamaban Lapeque, desmintió a Laflaca asegurando q no era una cuestión de talla sino de peso. Las ubres –término q empleó para referirse a los senos de Lascuarenta- pesaban cuarenta arrobas, sin q aclarara si se trataba de cada uno de los pechos por separado o de los dos juntos. Ella misma se los había sopesado con aquellas manos diminutas de exiguos y regordetes dedos q apenas podían sostener un limón cuando ayudaba ocasionalmente en la barra. Ninguna de Las Escuálidas Cazadoras parecía saber cuántos kilos eran una arroba pero antes de q pudieran preguntarlo Lapeque puso pies en polvorosa cargada con una bandeja de vasos vacíos evitando q alguno de los etílicos clientes la arrollara en su afán por llegar al mostrador.
Los Amigos del Amanecer -un grupo de perennes solteros treintañeros prematuramente envejecidos, q eran mayormente toda la caza q aquellas chicas demacradas podían encontrar en el Sin-, debían su nombre al hecho de ser los únicos a los q se les permitía permanecer en el local más allá de las cinco, cuando éste bajaba su persiana, la música se mantenía con sordina y la única mujer en el lugar era una diosa polvorosa por la q todos moqueaban y cuya omnipresencia se manifestaba al mismo tiempo en los servicios, en la barra y en al menos tres mesas y a la q llamaban  cariñosamente Dama Blanca. Según a quién le preguntara de entre éstos hallaría una de las dos versiones de las q el grupo sostenía.

Así, unos pocos mantenían q su verdadero nombre era Lascuarenta Enbastos porq era capaz de comerse cuarenta trancas cada noche. A algunos se la chupaba dos o tres veces y a otros menos afortunados solamente una. Pero si no se llevaba las cuarenta pollas a la boca  –alguien de los menos habituales, un no asiduo o quizás simplemente un tipo con un  rostro de lo más común, q bien pudiera pasar desapercibido las más de las ocasiones, de vuelta del lavabo y abrochándose la bragueta interrumpió la exposición al grito de “esa lo q se come son cuarenta pollos”- no había nada ni nadie q pudiera hacer q emprendiera el camino de vuelta a casa por mucho q todos los bares estuvieran cerrados, las calles desiertas y el sol, una vez más, se empeñara en demostrar q la larga noche había acabado.
De entre éstos sólo El Rey del Amanecer se jactaba, y a menudo, de haber contribuido en incontables ocasiones a la causa de Lascuarenta. Hasta la había acompañado, según él –y nadie se atrevía a contradecirlo, si bien él tampoco atajaba las miradas burlonas y de complicidad q sus amigos, tal vez sólo compañeros, intercambiaban durante su perorata-, a su casa, o la había invitado él a la suya para cantar juntos no ya las cuarenta en bastos, sino aprovechando la suerte cantar también las veinte en espadas. Para él era Lascuarenta Ytantas.

Otros de Los Amigos del Amanecer defendían sin embargo q a Lascuarenta el mote le venía por su afición y tolerancia al alcohol. Le daba igual cerveza o sidra q vino y lo mismo podía pedirse un martini q un destornillador, un gintonic o un cubalibre. Era Lascuarenta Encopas y de cuarenta copas no bajaba la noche q salía. Las primeras las pagaba ella. A veces empezaba en el Screwed y terminaba en el Dreams. Otras en el Lips para acabar en el Passion. Pero siempre, siempre pasaba por el Sin. Allí, Elasolas podía escuchar un sinfín de anécdotas sobre incautos -entre por los q por supuesto ninguno se incluía-, q habían pagado gustosamente la bebida de Lascuarenta: crédulos q sucumbían a la mirada perversa q encerraba su rostro angelical o a las abundantes promesas  q sus voluptuosos senos hacían sin pudor y q comprendían demasiado tarde q habían jugado mal sus cartas y perdido la ocasión de cantar las veinte en oros.
Ya de mañana, en el bar de la esquina, donde los domingos es habitual encontrarse, juntos y rezagados, a Los Amigos del Amanecer y a Las Escuálidas Cazadoras, sin más quehacer q discutir sobre a quién le toca pagar la ronda de quintos, apostar a quién pillar el último gramo o a quién mendigarle una última raya, o dilucidar quién conserva aún suficientes bienes para convertirse en candidato a compartir un taxi en la retirada, escuchaba contar al regente del Punjab q Lascuarenta se ganó su sobrenombre en el transcurso de una apuesta.
Allí estaba Elgordo -q abierto en canal pesará sus buenos ciento treinta kilos – acodado en la barra ante cualquier cosa q pudiera saciar su voraz apetito. Alguien explicaba entonces q había sido un joven con cierto atractivo hasta q le tocó el gordo de navidad el mismo año en q sus padres murieron en un accidente de tráfico dejándole cuanto poseían en herencia, incluida la genética q hasta entonces no se había manifestado, aunq  no había unanimidad sobre cuál de sus progenitores había sido el más orondo. Elgordo venció la depresión yantando y, gracias a ello, desde aquellos lejanos tiempos podía jactarse de no haber tenido una recaída pues nunca  cejaba en sus excesos alimenticios. A la menor ocasión hacía gala de su prominente obesidad e importunaba a cualquiera q se prestara a escucharlo  mientras presumía de su capacidad para comerse cuarenta porras mojadas en delicioso chocolate caliente. Y por allí, según cuentan, apareció una mañana Lascuarenta recogiendo el guante. Y se ganó el alias, aunq nadie sepa aún cuál es su verdadero nombre ni si ganó o no aquella apuesta, ni si se comió o no las cuarenta porras y si lo hizo o no en menos tiempo q su contrincante. Tampoco si todas las mojó o no en el chocolate. Al menos, esa mañana, Elgordo no parecía nada dispuesto a dejar a un lado sus aceitosos huevos fritos con panceta y chorizo, ni a defender tercamente su cestilla del pan,  para despejar las dudas del personal.
 No hubo discusión porq no se oían ya las diferentes versiones sobre el auténtico origen del mote de Lascuarenta, ni las desacreditadas voces de los q aseguraban conocerla bien por tal o tal otro motivo y q afirmaban q era hija de Fulana o Mengana y q su nombre era Zutana porq para entonces alguien levantó su botellín y empezó a gritar q de allí nadie se iba a mover antes de q se bebiera cuarenta cervezas. El de la camisa partida adornada de lamparones, con menos dotes q entusiasmo, entonó la canción de Los Toreros Muertos. Y Elpenas aprovechó el barullo para, con escaso disimulo,  sacarse la chorra por debajo de la mesa y orinar en el piso poniendo todo el cuidado q su embriaguez le permitía en no salpicar los zapatos o la pernera de alguien. El Rey del Amanecer se alzó entonces de su silla y con la china en una mano y el mechero en la otra proclamó q él se fumaría cuarenta porros. Cuando, con más descaro del q Elpenas empleaba en subirse la cremallera de la bragueta, empezó a calentar la piedra, con el papel de fumar colgando de la oreja, Elpaki -el regente del Punjab-, simplemente miró para otro lado. Las Escuálidas Cazadoras pedían más chupitos de vodka negro –como sus vestidos, como sus marcadas ojeras-, incapaces de  recordar cuándo algo q no fuera alcohol humedeció sus labios por última vez y sin caer en la cuenta de q con los q acababan de dejar vacíos en la barra ya alcanzaban la cuarentena.
Para entonces nadie era capaz ya de entender, por debajo del creciente runrún, ni un ápice del resto de las versiones conocidas q, sobre el mote de Lascuarenta, aún corrían como un reguero de pólvora por entre la heterogénea  concurrencia del bar. Tampoco es q le importaran ya a nadie. Y nadie vio tampoco como Elasolas dejaba el  euro diez del café encima de la barra, se despedía con ademán insulso y salía del bar a esa hora en q uno a uno se apagan los faroles para alejarse cojeando –con aquella pierna renga q era todo cuanto su vieja pasión por las novilladas le había dejado- sin rumbo, dándole vueltas a qué iba a hacer con su vida.  
Su último y lejano empleo había sido como administrativo sanitario y no era ya capaz de asegurar con exactitud cuando dejó de percibir la ayuda  por desempleo. En cambio podía enumerar y citar con precisión las fechas y los motivos de los ocho ingresos de Lascuarenta q, en el centro de salud en el q había trabajado, se produjeron estando él de servicio. También allí la conocían por Lascuarenta aunq nadie le dijo nunca, ni él tuvo la osadía de preguntar jamás, cuál era el origen de aquel apodo. Consultó alguna vez los viejos registros y los ingresos datados q encontró, aunq eran muchos, no sumaban cuarenta.
En una ocasión hubo de asistir, debido a la creciente escasez de personal provocado por los primeros recortes en sanidad llevados a cabo por el gobierno, al médico y a las enfermeras q se encontraban de guardia cuando Veronica  Forti (36 años, italiana, etc…), comúnmente conocida como Lascuarenta, ingresó con lo q parecía una intoxicación etílica agravada por el consumo de otras sustancias. Durante unos instantes contempló con pavor la casi desnudez de aquel cuerpo de blanquecina piel infestada de cicatrices con aquellos enormes senos derramándose por ambos lados de la estrecha camilla . Las empezó a contar, absorto e inmóvil, ajeno a cuánto se decía entre aquellas cuatro cortinas verdes hasta q la imperiosa voz de una enfermera le instó a abandonar el box. Sólo en los antebrazos contó seis y por lo q había intuido antes de q alguien la cubriera con una sábana podían muy bien ser cuarenta.
Anduvo hacia el quiosco con la intención de hacerse con el semanario Aplausos y antes de q llegara  a  la esquina le asaltó la absoluta convicción de estar a punto de afrontar a Lascuarenta recién salida de chiqueros. Sus cuarenta años mal llevados y su porte soberbio aparecieron un instante después casi dos pasos por detrás de sus tetas. Pensó fugazmente en darse la vuelta, en huir por dónde había venido, en desandar anadeando el camino. Pero ya era tarde y trató de ponerla en suerte con un atribulado “buenos días” al q ella respondió seca, pero educadamente, de una forma un tanto lastimera no exenta de un atisbo de femenino orgullo q se hizo patente en el modo en q se atusó con la mano los rizos dorados y nacarados como el circonio q, apenas un momento antes, ondulaban al viento como ajados gallardetes.
Antes de q pudiera, siquiera toscamente, devolverle el saludo, ella le pidió el suelto: -Para el metro,- dijo. Hizo un vago ademán de negación con una mano mientras con la otra ya estaba hurgándose los bolsillos. Con esmero trató de no extraer el arrugado billete de cinco q aún conservaba y se esforzó en reunir veinticinco míseros céntimos y, al tiempo q se los entregaba encogiéndose de hombros, se descubrió implacable diciéndose para sus adentros: - Cuarenta pesetas: Lascuarenta Pelas.
 Ella no le dio las gracias y se despidió de él con algo parecido a una V esgrimida por su índice y su corazón q en nada se asemejó a un gesto triunfal. Antes de darle la espalda para proseguir cojeando su camino miró fugazmente sus ojos metálicos -a juego con el pelo-, vidriosos y entelados, deteniéndose en el tenue reguero de sombra q rasgaba su candorosa cara y q habían creado las lágrimas secas y ennegrecidas q habían descorrido su rímel. Tenía el fracaso pintado en el rostro y a pesar de ello le seguía pareciendo altiva.
La vio alejarse durante un momento, con la gallardía en el andar de un torero durante el paseíllo. Entonces, inesperada y bruscamente volvió sobre sus pasos y hubo de enfrentarse a  ella como el matador q espera la embestida del morlaco con la capa extendida  a punto de ejecutar torpemente una verónica sin atreverse a gallear y rematarlo de farol.
-Te los devolveré, -le espetó acometiéndole con sus tetas. – Mi chiamo Vittoria. ¡Vic-to-ria! ¿Comprendes capullo? Victoria. Vicky –se rió desafiándolo,- para los amigos.

Se esfumó un instante, como si se la hubiera tragado el desmañado y cuarteado muletazo, para reaparecer herida unos metros más allá. Caminaba titubeante, pero con suficiencia, rozando los edificios como el toro q se encierra en tablas. Su cabellera ensabanada desprendía esquirlas al rozar los muros como un astado arrancando astillas a la barrera.
Elasolas cruzó la calle hacia el quiosco donde un descolorido cartel publicitaba la novela de Coelho Verónika decide morir. Cogió un periódico deportivo junto con el semanario taurino y se oyó despedirse cruel y tardíamente de Lascuarenta, negándose a compartir su derrota, dándole la puntilla con un “Ciao Vero”.

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