viernes, 19 de octubre de 2012

Historias de fantasmas


- He conocido a  tu madre.

            Eso fue lo primero q pronunciaron sus labios carnosos y siempre sonrientes aquel infausto lunes –todos los lunes tienen algo de infausto- cuando llegué del trabajo y, sin duda, era la noticia más inoportuna de cuántas pudiera haber imaginado por el camino de regreso al hogar.
            Hasta entonces Dolores, mi mujer, no conocía a mi  madre sino de vista. Yo no las había presentado porque las relaciones con mamá, desde mi más tierna infancia, fueron siempre tirantes.
Mis padres se divorciaron siendo yo muy niño, lo cual no me causó trauma alguno, aunq no puedo presumir de un recuerdo muy nítido de aquel entonces. Tras la separación viví unos años con mi madre en un  clima de tensión constante, de disputas eternas, hasta que tuve trece o catorce años. Discutíamos por nimiedades, por orgullo, por tozudez, por cualquier cosa y por cualquier motivo en cuanto ella regresaba del despacho en el que se ganaba la vida. A esa edad la situación se hizo insostenible, aunq tampoco es q hubiera empeorado con los años, y... me fui a vivir con mi progenitor, al q hasta entonces sólo veía ocasionalmente (solíamos ir juntos al fútbol, al cine, ese tipo de cosas). En realidad fue ella quien me echó, quien me puso de patitas en la calle, quizá en un momento de excesiva crispación, en un acto irreflexivo del q tal vez se arrepintiera después; pero yo hice la maleta y con ella cargada y navegando en un mar de lágrimas me presenté en el domicilio de mi padre.
- Me ha echado. ¿Puedo quedarme aquí?

            Fue cuanto acerté a decirle. Por supuesto me acogió con los brazos abiertos. En cierto modo lo esperaba, pues estaba al corriente de las disputas entre mamá y yo. Así inicié una nueva vida -no sé si más placentera- en compañía de una padre viejo, autoritario y quejumbroso q repetía hasta la saciedad su interminable letanía: "yo me moriré pronto"; pese a q gozaba de una excelente salud y q andaba casi siempre de viaje, en negocios vagos pero fructíferos, con lo q yo quedaba al amparo de esa querida compañera - la más fiel q pueda hombre alguno conocer-  y q se  llama soledad. Si alguna vez me arrepentí de la decisión q me vi forzado a tomar, el orgullo nunca me lo dejó ver.
            A mamá iba a visitarla, al principio, una vez se hubieron enfriado los ánimos, con cierta frecuencia. Luego rebrotaron las viejas rencillas y pasábamos largos meses sin vernos a pesar de los esfuerzos q hacía la abuela por reconciliarnos, esfuerzos q, más tarde q temprano, daban los frutos apetecidos.
            A Dolores la conocí un verano, debía andar yo por los dieciocho, y nos enamoramos. Uno de esos irresistibles flechazos q entrelazan dos vidas en un instante, pese al cual, la cosa no funcionó a la primera. Sería ser por entonces, o en los diversos y sucesivos romances más o menos bienaventurados y más o menos largos, pero siempre con Dolores, q siguieron hasta que marché a cumplir el servicio militar a Madrid (momento en el q, tras una absurda discusión ocasionada por alguna de esas chanzas inapropiadas a las q soy tan dado,  nos deseamos mutua y sinceramente no volver a vernos jamás), cuando le debí mostrar a mi madre desde una distancia más q prudencial  seguramente aconsejada por nuestra más reciente disputa.
            Mis incontables devaneos amorosos con Dolores acababan indefectiblemente mal siempre, bien debido a lo mucho que ella se parecía por entonces al personaje del mismo nombre de Nabokov, bien por lo mucho q, a pesar de mi juventud y mi ironía rayana en el mal gusto,  me asemejaba yo al complaciente Humbert. Lo único cierto es que la quería, quizás por lo muy necesitado de amor que andaba, y también quería a mi madre y cuando, con veinte años recién cumplidos, me subí a aquel tren, a servir y pagar mi deuda a la patria, estaba convencido de tener un problema irresoluble con las mujeres q por momentos me atormentaba.
            El servicio militar hizo q me olvidara de todo (seguramente también ayudara la afición q mis compañeros me inculcaron por el hachís y la marihuana) y me sirvió, al menos, para completar mi formación sexual, instruida en esa fase última donde la teoría cede su protagonismo a la práctica, por un séquito de meretrices de dudosa belleza que nos asediaban en los días de permiso. En ese año, demasiado largo o excesivamente corto según se mire, no tuve noticia alguna de mamá, aunque me constaba q de ella provenía parte del contenido recibido en los paquetes q periódicamente me mandaba la abuela.
            Obtuve la "blanca" a mediados de junio y con el renacer del verano resurgieron las relaciones con mamá y también con Dolores. Con  la primera, la situación siguió con los altibajos de siempre, hasta un día en el q nuestra disputa alcanzó niveles de violencia parecidos a los del día en q me echó de casa y en casi tres años no volví a saber de ella. Con la segunda me hallo felizmente casado desde hace cinco meses. Nunca he sido partidario del matrimonio, pero después de un tan largo como interrumpido noviazgo no podía seguir negándome ante el empecinamiento y la persuasión de Dolores.
            Al acabar el verano se me hizo imperioso buscar trabajo, pues aunq mi padre no me negaba nada (tan contento estaba el pobre de haber visto a su hijo jurar la bandera del reino, acontecimiento al q desde luego no hubiera creído poder asistir: -"Me moriré antes" lucía orgulloso a modo de charretera), a mí se me caía la cara de vergüenza cada vez q, y a intervalos cada vez más cortos, recurría a él necesitado de dinero. Encontré en qué emplearme en una redacción propiedad de un viejo amigo de mi progenitor (todo en mi padre era viejo – o antiguo, como se jactaba él en calificar incluso a las personas, fueran o no allegadas a él-, excepto la mujer que tuvo y el fruto de aquel fallido matrimonio).
            Dolores le gustó desde el primer día. El sí era todo un Humbert capaz de sufrir un infarto con sólo contemplar la piel morena de cualquier quinceañera. Le gustaba tanto la que por entonces era mi novia q cuando le anuncié mi intención de casarme se murió de la alegría. La verdad es q fue todo un golpe: al licenciarme en la mili volvió a cambiar aquella su tan manida frase, q ahora rezaba: "me moriré pronto, antes de verte casado" y, en contra de la opinión general, de sus propios deseos y de sus escasos poderes adivinatorios, esta vez acertó.
            Su muerte no me causó, como hubiera podido esperar, una tristeza singular, aunq su desaparición me reveló, por primera vez, q jamás le había dicho q lo quería. El sentimiento de culpabilidad brotó en mí repentinamente y de mi alma, corroyéndola, se apoderó una sensación de enorme mezquindad y de gran ocasión desperdiciada q se acrecentó aún más durante su réquiem y más tarde en el camposanto dónde, incapaz de dibujar en mi rostro la más ínfima muestra de dolor, empecé a sentir clavadas en mí las gélidas y nada compasivas miradas de los allí presentes. Recuerdo con milagrosa memoria dos pensamientos q, como afilados puñales diestramente lanzados por mi cerebro, se fueron a clavar en mi pecho en el preciso instante en q cerraron su tumba. Uno, q Dolores me dejara para siempre horrorizada por la impía frialdad con q despedía a mi difunto padre; otro, q el muerto saliera de su tumba, la noche menos pensada, para oírme decirle, una vez al menos: "te quiero papá". Pero se disiparon en cuanto Dolores se abrazó a mí envuelta en una humedad lacrimosa, como si quisiera infundirme su dolor, más buscando mi amparo que procurando ser mi consuelo.
            Al  salir del cementerio, mamá se acercó a darme el pésame. Dolores aún sollozaba en mi hombro y ni siquiera reparó en ello (cualquiera hubiera dicho q se trataba de su  padre, y no del mío, aquel finado q dejábamos detrás), nos dimos dos besos y no volví a saber de ella hasta ese lunes con el q empezaba este relato.
            La muerte de papá me ofreció la ansiada libertad, la anhelada independencia y una nada desdeñable fortuna, gracias a la cual vivimos cómodamente en la actualidad mi mujer y yo. En la editorial se hicieron cargo del triste suceso y me acompañaban en la pena q sin duda me embargaba. Aquel viejo amigo de mi padre q ahora era mi jefe
-junto con las condolencias q no quiso hacerme llegar durante el sepelio como muestra, según sus propias palabras, de profundo respeto hacia mi pérdida-, insistió en ofrecerme una semana de vacaciones q habían de servir para mitigar mi dolor y q hube de aceptar ante el temor de que regresara la desagradable sensación de sentirme observado que se apoderó de mí en el cementerio. La aproveché para irme a esquiar a Avoriaz, en los Alpes franceses -sin Lola, quien a pesar de mostrarse siempre reticente a q me marchara solo, aceptó esta vez con un semblante de comprensión y aliento q hasta entonces me era desconocido-, porq estaba seguro de q mi padre, q nada había detestado tanto en vida como el frío, no vendría a buscar allí su " te quiero".
            A mi regreso conocí a la Dolores más tierna y solícita. Nos instalamos en la habitación q fuera de papá, aunq dormimos en un hotel cercano, y con la luz siempre encendida, hasta q el decorador acabó las reformas encargadas con el fin  de obtener una vivienda a nuestro gusto y sin resquicio alguno de su anterior morador. Sólo yo sabía q no era sino una argucia para retrasar el momento q tanto me aterraba. Cuando el decorador acabó antes de lo previsto, cosa del todo inusual, volví al que había sido y era mi hogar y seguí con la costumbre de dormir con la luz encendida (lo q para mí era equivalía a no dormir en absoluto) e incluso hacíamos el amor bajo la luz artificial, venciendo el candor de mi esposa, pretextando el deleite q contemplar sus carnes me producía.
            Aquello concluyó una noche en q, agotado por las maratonianas jornadas de trabajo q me imponía y tras varios meses de ininterrumpido insomnio, apagué irreflexivamente la luz y me entregué a un sueño profundo y largo –tan largo q incluso llegué tarde a la editorial a la mañana siguiente- q disipó de una vez por todas mis miedos y acallaron por siempre aquella voz de ultratumba q, en el silencio de la madrugada,  me susurraban " me moriré pronto".
            Aquel lunes, cuando en el metro Lola conoció por fin a mi madre, me pareció q era la primera vez en siglos q mi mente volvía a poblarse de fantasmas. Porq, después de tanto tiempo sin noticias suyas, mi madre se me apareció como un espectro olvidado q viniera a perturbar la paz, alegría y quietud q respiraba mi hogar. Desde luego, el término, relacionado con mi madre, no tenía connotaciones de miedo o terror, pero una cierta ansiedad, algo molesto, inoportuno, inesperado, sacudió todos mis sentidos cuando oí, en labios de mi amada, no  un “¿q tal cariño?” o un “si q vienes tarde hoy” sino aquel escueto y brusco “he conocido a tu madre”.
            Esa sensación incómoda q recorría todo mi ser, y q yo tomé como un mal presagio (ya habrán notado q soy algo dado a la superstición, sin duda debido a  la sangre andaluza q corre por mis venas: mamá es una sevillana malaje y mi abuela una salerosa utrerana), se acrecentó a medida que Dolores me narraba cómo había transcurrido el fortuito encuentro con mi, hasta entonces, postergada madre.
            Había sido en el metro. Dolores volvía de la facultad, donde cursaba el último año de derecho, como cada tarde. En el vagón no había asientos libres, pero tampoco eran muchos los que viajaban de pie. Mi madre estaba en el pasillo, apoyando su espalda en una de esas barras metálicas, sujetándose a la misma con una mano por encima de su cabeza y probablemente tratando de leer, a pesar del vaivén del vagón, alguna novela folletinesca a las q era aficionada . Se miraron como si ambas creyeran  reconocerse, pero sin atreverse a mediar palabra, convencidas ambas de haberse visto con anterioridad en alguna otra ocasión.
            Al llegar a la estación de Lesseps el metro se detuvo bruscamente -sin q llegaran luego a conocer el motivo del repentino frenazo- y, mi mujer, q estaba apoyada al final del vagón salió impelida hacia mi madre con tal fuerza q acabaron las dos en el suelo. Superado el susto inicial y comprobado el buen estado de ambas, Dolores la ayudó a incorporarse y le tendió el libro q había perdido en la caída. En el recibo bancario q mi madre muy probablemente usaba como punto de libro pudo leer fugazmente su nombre y comprender finalmente q aquella menuda mujer entrada en años era su suegra.
             El feliz encuentro se trasladó a un café, donde se pusieron al día y trazaron preocupantes planes de futuro. Dolores debió excusarse en mi nombre por el hecho de no haberla invitado a nuestra boda y aprovecharon, sin duda, para criticarme en simpática comunión por mi hosquedad, terquedad y total desapego. Se descubrieron afines y cómplices y la reunión acabó con la concreción de una próxima visita con motivo de la ya cercana onomástica de mi madre. Mamá tuvo incluso la precaución de anotarle su dirección no fuera el caso de q su bien amado hijo la hubiera olvidado.
            Lola me ponderó durante más de una hora las excelencias de mi madre: su innata y graciosa simpatía acrecentada sin duda por su no del todo perdido deje andaluz, la infinita alegría q iluminaba su aún hermoso rostro ante la idea del inminente rencuentro con su único y estimadísimo hijo, junto con las ganas e ilusión q le hacía por fin conocer a algunos de los miembros de mi familia materna –de hecho la única familia q me quedaba ya-.
                        La cita era ese mismo sábado. A las ocho. Así Dolores podía ayudar a mi madre en los preparativos de la cena y yo fundirme con el resto de los asistentes y dejar q el hielo fuera deshaciéndose fluida y paulatinamente.
-Sí, como dos peces de hielo en un güisqui on the rocks-, pensé.
                 No podía negarme y, si podía, de repente me encontraba extremadamente  cansado y completamente aturdido para hacerlo. Apenas acerté a mascullar un par de pretextos poco creíbles q Lola desechó de inmediato. Era incapaz de recordar el motivo de la última disputa con mamá, sin duda había sido por algo banal y fútil q no merecía la pena  ser conservado en la memoria. En todo caso - quizás era el tiempo transcurrido, quizás lo mal acostumbrado q estaba yo a no salir del maravilloso mundo creado junto a Dolores - no tenía deseo alguno de volver a ver a mamá. No veía el motivo -a parte del meramente sanguíneo- para restablecer una relación q a la fuerza, como demostraba la experiencia, volvería a ser tensa. No me apetecía lo más mínimo compartir una velada con mis familiares -más bien con los de mamá q a parte de a la abuela pensaba invitar a mi tío Juan, al q yo había visto en contadísimas ocasiones y con el q no tenía ningún tipo de afinidad, y a unas primas solteronas suyas q, casualmente, habían venido del pueblo y estaban instaladas en su casa y de las q no poseía yo sino un muy vago recuerdo- y, además, no veía con buenos ojos la posibilidad de q empezara a edificarse una sólida amistad entre suegra y nuera q acabara por convertir en consuetudinarias las futuras visitas a mamá.
                        Los días anteriores a ese sábado se me hicieron eternos pese a q transcurrieron en un suspiro. El fantasma de mi madre no dejó de perseguirme y acosarme ni un solo segundo. Sin saber bien por qué me atenazaba la vergonzante certeza de sentirme completamente ridículo cuando volviera a abrazar a mamá después de tanto tiempo. Yo lo atribuía, quizá erróneamente, a una mera cuestión de orgullo, a un cierto sentido de aceptación de una derrota. Buscaba continuamente entre mis recuerdos los restos del naufragio de un amor q me empeñaba en no reconocer: alguna palabra tierna, alguna caricia lejana, algún momento de dulzura q sin duda habían existido en medio de un mar de crispación. Y, cuando al llegar a casa corría a refugiarme en el regazo de Dolores, como buscando un escondrijo entre las curvas de su cuerpo q me hiciera burlar el inevitable destino, ella me lo negaba: me hablaba del vestido que luciría, de su cita en la peluquería la misma mañana del sábado para presentarse bien guapa, y me recordaba a todas horas lo poco detallista q era, pues ni la había invitado a la boda ni era capaz de memorizar las fechas señaladas y le había delegado a ella la adquisición del regalo con el q bajo el brazo nos presentaríamos ante mi madre.
            Lo peor volvían a ser las noches. Ahora, en la ignota oscuridad de la habitación, sólo acompañado por la acompasada y tranquila respiración de Lola me enfrentaba en mis pesadillas de duermevela, al momento en q pronunciara torpemente un "te quiero mamá". Y decubría asustado como mis labios permanecían sellados ante la innegable evidencia de q aquella escueta frase tampoco nunca había sido antes pronunciada. Y, pensar en Dolores, arrebujada y enroscada a mi lado, debía sentirse afortunada por ser la única persona a quién yo le había manifestado, alguna vez (de hecho muchas, infinitas veces), mi amor con palabras, no disipaba en modo alguno mi desazón.
            Por alguna razón que no conseguía explicarme o q simplemente no conocía, no me sentía en la predisposición de volver a ejercer el papel de hijo. El sábado tendría q fingir ser el actor q interpreta el papel en una representación q obviaba todo lo ocurrido con anterioridad entre mi madre y yo: me parecía todo una hipocresía por parte de ambos, un montaje huero en el q el protagonista de la función se cargaría la obra cuando, en el momento culminante de su actuación, se descubriera a sí mismo del todo incapaz de declamar con convicción aquel “te quiero, mamá” con el q se bajaría el telón.
            Y, a la vez y entremezclado con estos pesares, también en mi interior empezaba a burbujear, como en tenue ebullición algo parecido a una dicha sorda y apagada. De repente  ansiaba decirle a mi madre, brusca y torpemente, q la quería. Y ya está. Sin más. Antes de q otra vez fuera demasiado tarde. No quería ni verme obligado a visitarla periódicamente para contarle lo bien q me trataba la vida, ni lo mucho q me colmaba mi trabajo o lo muy feliz q era en mi matrimonio, ni anunciarle -tal vez muy pronto- q iba a hacerla abuela.  Nada de eso. Pero en mi interior crecía un irrefrenable, desconocido e incomprensible deseo de exteriorizarle, a pesar de todo, mis sentimientos.
Todas, absolutamente todas las noches de aquella semana, en los escasos y breves momentos q Morfeo tenía a bien tomarme entre sus brazos, yo soñaba con mamá.
Soñaba q llegaba ante su puerta y llamaba al timbre. Ese timbre de majestuosa sonoridad de los pisos antiguos. Ella me abría y entonces, antes de q pudiera contemplar la sorpresa q su rostro envejecido me causaba la abrazaba larga y cariñosamente, le susurraba al oído un "Te quiero, mamá " sincero y entrecortado para luego huir hacia el comedor –q presidía aquel viejo reloj de pie, cuyas horas y cuartos podía oir incluso dormido y q encerraba todos los miedos de mi infancia- por el largo pasillo al final del cual despertaba.
            Pero si mis reflexiones, mi actitud y hasta mis sueños eran inconexos y hasta cierto punto  molestos, lo q más me importunaba era la alegría q la cercana celebración del santo de mamá causaba en mi Lola. Por supuesto, yo disimulaba la exasperación q, en la soledad de mis tormentos, de los q no hablaba nunca con ella, me causaba su contento. Ella tenía unas ganas inmensas de q llegara la noche del sábado y de conocer a aquellos familiares míos q –excepción hecha de mi abuela- yo tenía por remotos. Además hablaba de mamá como si en aquella única conversación q habían mantenido hubiera llegado a conocerla mejor q yo y descubierto unas virtudes por mí ignoradas.
            Me parecía del todo incongruente y me indignaba sobremanera el hecho de q en tres años (algo menos  si tenemos en cuenta el día del sepelio de papá) apenas hubiera pensado en mamá y q ahora, en cambio, no pudiera echarla ni por un momento de mi mente. Recuerdo q su presencia llegó a hacerse tan tangible en mi cerebro q acabé deseando fervientemente q llegara el dichoso sábado para poder recobrar así una parte, si no todo, de mi extraviado libre albedrío.
            Así pasé la semana. Y llegó el sábado: demasiado pronto o excesivamente tarde; al cabo de una creciente inquietud. Pero llegó. Me sorprendió solo en la cama al mediodía. Había dormido, por fin, profundamente y muchas más horas de lo q en mí era habitual. Cuando me recobré de la parcial ceguera q me provocaba la luz que entraba por la ventana encontré una nota de Lola en la q me anunciaba q estaba en la peluquería y me instaba a preparar algo ligero para el almuerzo. El apunte concluía con un “te quiero”.
            Me quedé un buen rato en la cama, fumando y tratando de no pensar en nada. Sentía un ligero malestar q achaqué a la cena o a un exceso de sueño. Sabía que si me dejaba arrastrar por los pensamientos q me acechaban sobre el rencuentro con mi madre lo convertiría en un malestar pesado. Pero por primera vez en más tiempo del q era capaz de recordar conseguí mantener mi mente en blanco.           
            Para comer hice macarrones, algo fácil aunq no ligero, según juzgó mi mujer. Tuve q comérmelos casi todos yo porque Lolita pretextó encontrarlos muy salados.
            Pasó la tarde engalanándose mientras yo dormiteaba delante del televisor contestando q sí con la cabeza a las preguntas que me formulaba o repitiendo ajeno un simple "bien" a todo cuanto requería mi aprobación. Todos mis esfuerzos se centraron en no pensar así q, cuando hacia las siete me duché, me enjaboné el cuerpo con champú y la cabeza con gel de baño, de modo que hube de repetir la operación.
            A las siete y media yo esperaba ya arreglado en el recibidor y me distraía burlonamente en contemplar las constantes idas y venidas de Dolores en busca de sus zapatos, de su abrigo, de su bolso o de sus llaves. Inconclusas acciones todas q interrumpía para retocarse el pelo ante el espejo por enésima vez –por más que apenas unas horas antes había vuelto de la peluquería con un precioso recogido q se mantenía intacto-, para comprobar q sus carnosos labios seguían correctamente pintados o q la cantidad de colorete esparcido por sus mejillas era la idónea.
            Cuando por fin me puse al volante de mi coche -quizás por la penumbra del garaje o por la prematura nocturnidad de la ciudad en aquella tarde de otoño- me sentí atenazado por una creciente sensación de inseguridad.
            Conduje maquinal y distraídamente hasta los aledaños del domicilio de mi madre sin q me percatara de ello, absorto en no sé q qué pensamientos. Inopinadamente encontramos sin dificultad un lugar donde dejar el auto q Lola me indicó rompiendo el silencio y devolviéndome a la realidad.
            Al llegar a la portería del inmueble de mamá y llamar al timbre del interfono no nos hizo falta presentarnos como Pablo y Dolores porq la voz metálica de mamá nos arrojó un “ya os abro” q precedió al zumbido q hizo la puerta al entreabrirse.
            En el ascensor estuve a punto de orinarme, quién sabe si porq estaba hecho un manojo de nervios o porq la cabina estaba impregnada del inconfundible olor a perfume barato de la prima Adela. A duras penas conseguí q todo se limitara a una diminuta mancha amarilla en mi calzoncillo.
            Mi madre nos esperaba en la puerta. Nos abrazamos, dos besos, lágrimas contenidas: todo muy natural. Mis miedos se disiparon al instante: mamá no era el fantasma creado por mi imaginación rocambolesca, incluso estaba más engalanada y resplandeciente que Lolita, q ya era decir. No me recriminó el largo tiempo de mutismo. Se mostraba contentísima sin artificios. Parecía que fuéramos la madre y el hijo ejemplares, unidos desde siempre por lazos de un cariño inquebrantable. Yo ni pude pensar que hubiera algo de hipocresía en nuestras actitudes pues de inmediato me sentí relajado y distendido, perfecto dominador de una situación a la q horas antes no me hubiera creído capaz de enfrentarme y de un modo con el q no me hubiera permitido soñar.
            Me sorprendió q todos los invitados hubieran llegado ya (entre ellos, por supuesto, la prima Adela y el peculiar aroma q exhalaba y q momentos antes había reconocido en el ascensor). Cuando les hube presentado a mi mujer, la abuela quizá recordando mis travesuras infantiles, bromeó  -¡Dolores tenía q llamarse la que se casara contigo!
            La cena resultó deliciosa, especialmente el conejo -q sospeché q había preparado la abuela pues nunca había destacado mi madre por sus dotes culinarias- del q dimos buena cuenta  regándolo con abundante vino y discurrió en un ambiente cordial y alegre, muy de cena familiar navideña.
            Cuando ya nadie pudo repetir del suculento guiso de conejo llegó el cava y un momento después el pastel. Mientras la abuela servía las porciones – y ocultaba yo la decepción q me produjo ver q los mejores trozos recaían en esta ocasión en Dolores y en mi madre-  mi tío y sus primas hicieron entrega de los regalos a la anfitriona. El  nuestro –el q compró mi mujer-, soy incapaz de decir en q consistía. Los fue abriendo con sumo cuidado repitiendo cada vez la cantinela aquella del "¿qué será, será…?": un fular (tal vez una bufanda), un collar (o una pulsera) con unos pendientes a juego, un bolso (quizás un kit de maquillaje), etcétera.
            Siguieron los licores y, los hombres, fea costumbre en nosotros, iniciamos una discusión política q se trasladó luego al ámbito de los deportes y q degeneró más tarde  en cualquier otro tema banal; mientras ellas hablaban a su vez de sus cosas, supongo. Cuando tanto unos como otros languidecíamos en nuestras respectivas conversaciones y parecían agotados todos los temas se produjo un silencio denso de humo de cigarrillos y vapores alcohólicos. Para entonces la abuela ya dormiteaba en un sillón orejero, lo que alguien lamentó pues podía haber amenizado la velada con sus inacabables chistes y chascarrillos.
            Supuse entonces q alguien –tal vez el tío Juan, q tampoco andaba exento de gracia contando sus chanzas- se arrancaría con alguna anécdota picante. Pero me equivoqué de medio a medio porq fue la prima Adela quien instó a su marido -q si mal no recuerdo se llama Cristóbal, a q contara aquella historia tan curiosa y escalofriante q tenía a su abuela por protagonista.
            - No sé si me creeréis, pero yo os juro que es cierto - empezó diciendo - y aquí está mi mujer para confirmarlo. – Y no necesitó más para q el silencio con el q todos lo escuchábamos se pudiera cortar. -Estábamos durmiendo como cada noche y como es lógico a esas. Debían ser las tres o las cuatro. Era tarde, pero no sé la hora con exactitud. Yo me desperté inquieto. Mirad -dijo mostrando su antebrazo- sólo con pensar en lo q voy a decir se me eriza el vello . Tan pronto abrí los ojos me encontré con la figura de mi abuelita, a la q todos llamaban Consuelito. Algunos la recordareis.  Escuálida, pero a la vez llena de vitalidad, casi diría q –hizo una pausa- feliz. Iba vestida con un camisón rosa. Andaba muy despacio, como con la mirada perdida. Pasó por delante de mí, junto a los pies de la cama, me miró, me sonrió creo, y cuando hubo cruzado la habitación… se desvaneció. Sin saber si lo que acababa de ver era cierto o no, desperté a mi mujer y le conté atropelladamente lo q acababa de sucederme, lo q había visto.
            - Estaba empapado en sudor –prosiguió su mujer- y temblaba como un crío asustado. Tenía la frente fría como un carámbano.

            Fue ella quien, tras otro silencio en el q el resto apenas si pestañeamos y después de humedecerse los labios con el cava, acabó aquella historia que erizó también mi vello. El de mi brazo y el de mi espalda: el de todo mi cuerpo.
            -A la mañana siguiente, muy temprano, nos llamó su hermana desde Algodonales. Tan pronto como cogí el teléfono y oí su voz supe lo q había ocurrido. Le tendí el teléfono a Cristóbal q al cogerlo puso ojos de intuir el fatal acontecimiento: su abuela había muerto. Su hermana le dijo entre sollozos: -Tenías que haber visto lo guapa que estaba anoche con su camisón rosa.

            En el preciso  y justo instante en q concluyó aquella narración escalofriante, un libro dejó el estante q ocupaba para estrellarse contra el suelo. El susto fue mayúsculo y general. Enseguida mamá bromeó sobre los espíritus de su mansión encantada q acababan de despertarse. Si aquel relato no le había parecido a alguien lo suficientemente aterrador, si la caída de aquel libro desde el anaquel en el q mansamente reposaba instantes antes y al q nadie se había acercado no era lo bastante misteriosa, las doce campanadas de la medianoche sonaron en el viejo carillón del comedor justo cuando mamá se levantó para recogerlo y comprobar q se trataba del ejemplar número ocho de la colección Pepe Carvalho -el detective creado por Vázquez Montalbán-, el que precisamente lleva por título  Historias de Fantasmas, dictaminando con cada tañido q acabábamos de presenciar lo más parecido a una manifestación de lo paranormal.

            Al cabo de un momento, el tío Juan, con buen juicio y sin duda para tranquilizarme – yo debía estar lívido en medio de aquel silencio en el q todos nos mirábamos sin encontrar qué decir-, explicó aquello atribuyéndolo en parte a la casualidad y en parte a q el piso fuera un entresuelo y a q, dada su proximidad al garaje excavado debajo, sus paredes eran susceptibles de recibir las vibraciones provocadas por la puerta abatible del mismo al cerrarse con violencia.
Pero nadie pareció convencerse de su explicación ni yo pude apagar mis miedos q se acrecentaron con otras narraciones -éstas supuestamente ficticias-, parecidas a la de la prima Adela y su marido, con q los demás invitados animaron la noche.
            Yo hacía lo posible (y lo imposible también) por no escucharlas -algunas ya las había oído con anterioridad-, pero la curiosidad indefectiblemente acababa venciéndome. Con la frente perlada de un sudor amarillo y helado, con la piel de gallina y un sinfín de escalofríos paseándose por mi espina dorsal, rememoraba los miedos inmediatamente posteriores a la muerte de papá –q era un entusiasta lector de Pepe Carvalho, q había comprado aquella casa y había vivido en ella con su mujer y su hijo, q le había regalado a mi madre aquel maldito reloj con carillón q en mi infancia llenaba mis noches de canguelos y q por tanto, creía yo, era muy capaz de venir allí, aquella noche, a buscarme- con cada una de aquellas historias. Pero nadie pareció percatarse de mi estado: tal vez los demás no estuvieran menos asustados.
            No sé cuántas fueron ni cuánto duraron aquellas narraciones de fenómenos extraños, almas en pena y leyendas macabras. Sólo sé q cuando el tío Juan se levantó, diciendo que había llegado el momento de retirarse, yo hice lo propio vislumbrando el final de aquella tortura de la q, sin embargo, todos fingíamos haber gozado de un modo u otro. Mamá no aceptó q Dolores se quedara a ayudar a recoger aquel desorden que yacía sobre el mantel, con lo q no tuvimos q demorarnos más en aquel lugar, a mis ojos, del todo inhóspito. Ni siquiera me despedí de la abuela q seguía durmiendo en el sillón con la boca abierta.
            Ya en la galería, quizá recordando los muchos temores de mi infancia, mamá, jocosa,  me dijo:
- Q duermas con los angelitos y no con los fantasmas.

            Ambos sabíamos a ciencia cierta q aquella noche no conseguiría conciliar el sueño. Yo, seguido por Lola e iniciando ya el descenso, esta vez por las escaleras pues tratándose de un entresuelo no merecía la pena esperar al ascensor (si al subir lo hice, fue sólo por retrasar el temido momento de hallarme frente a mi olvidada madre), pronuncié aquellas últimas palabras, a medio trecho del rellano, para defenderme de la burla y para tratar de convencerme a mi mismo y q precedieron a mi aparatosa caída escalones abajo.
 - Sabes muy bien q no creo en esas tonterías.

            Mamá y Dolores se rieron de mi torpeza con unas carcajadas grotescas q debieron estar a punto de despertar malhumorado a algún vecino. No sé cual de las dos, cuando pudieron al fin apagar sus risotadas, dijo:
 - Eso te pasa por burlarte de los espíritus. - Y volvieron a reírse quedamente haciendo caso omiso a mis primeras quejas de dolor.

            La mañana del domingo desperté en la Clínica del Pilar con la pierna derecha enyesada colgando de un extraño artilugio de hierro y poleas. Pese a mi evidente mal humor, Lolita seguía atribuyendo mi desgraciado accidente a los fantasmas de los q me había burlado, mostrándose más divertida cuanto más notorio hacía yo mi enfado. Hacia el mediodía bajó a comprar flores acompañada por mi madre; según ellas para q soportara mejor el olor a esterilidad de mi blanca e impoluta habitación. Allí, en el mejor de los casos, pasaría los siete días siguientes. Al poco de regresar con las flores, q eran tan bonitas como escaso su aroma, llegó mi cuñada Socorro cuya simpatía por mí mostraba siempre sin mesura.
            Tras interesarse por mi salud y por los detalles de mi desafortunado accidente, del q se había enterado por mi Lolita, me dijo:
-Te he traído un regalo. Como sé q te gusta leer... Para q estés entretenido estos días.
          
            No quise ver -porq ella no es aficionada a ese tipo de bromas- una complicidad de pésimo gusto con su hermana. Aún hoy me niego a creer q Dolores quisiera  llevar hasta tal extremo aquella burla. También en la mediación de una mano de ultratumba: allí sedado había olvidado mis miedos de la noche anterior. Por lo tanto me limité a agradecerle el detalle cuando, ya deshecho el vistoso papel q lo envolvía, descubrí q el paquetito en cuestión contenía un libro y q no era otro q  Historias de fantasmas de Manuel Vázquez Montalbán.
            No lo leí, por supuesto. Lo utilicé para encender la chimenea tan pronto recibí el alta médica, como hubiera hecho el mismísimo Pepe Carvalho.

                                         

1 comentario:

  1. la primera vez que tuve el placer de leerlo ya me pareció muy bueno; ahora me parece una exquisitez. recuerdo a cierta señora - amante de las nueces matutinas y las ostras en fiestas de guardar- diciendo: qué bien escribe este chico¡ mientras un nibelungocatalán citaba a Séneca por aquello de hacerse el exclusivo y yo me encontraba tan confortablemente inútil. abrazos presentes.

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